domingo, 21 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (IX) - El jefe de estación

La estación de autobuses no es más que una explanada entre las cuatro casas mal contadas que forman Hakonemachi, a la orilla del lago Achi. Hace varios siglos fue un punto de control importante en la ruta entre Tokio y Kioto. Hoy, parece que sigue viviendo de los visitantes que llegan hasta allí. A mi alrededor, un anillo de montañas rodea el valle, creando un paisaje digno de la excursión. Uno de esos montes es el Fuji. Sin embargo, un cielo encapotado impide, hoy también, ver su cumbre.

De todas formas, mi última excursión en el país ha merecido la pena. Por la mañana he cogido un tren bala y, después, otro ferrocarril de vía estrecha hasta un pueblo entre las montañas. De allí he tomado un autobús que, a través de una empinada y tortuosa carretera, me ha llevado hasta la orilla del lago, donde me esperaba un peculiar barco con apariencia de velero y con un potente motor. A pesar del cielo encapotado, las montañas y la exuberante vegetación me han ofrecido un paisaje que tardaré en olvidar.


Y ahora comienza mi viaje de vuelta. No sé si el jefe de estación recibe o merece ese tratamiento, pero para el caso lo bautizaré así. Sentado en un soporte de cemento que sujeta un poste con los horarios de alguna línea de autobús, lo veo ir y venir. Es un hombre regordete y con cara de simpático, pantalón largo, camisa de manga corta y gorra. Va sin cesar de su caseta a los andenes y de allí de vuelta a la caseta. En un lado vende los billetes a los pasajeros y en el otro recibe a sus colegas conductores y controla el embarque de los dos o tres viajeros que suben al autobús. En mi opinión no tiene tanto que hacer, pero da la impresión de que siempre está trabajando.

Aquí viene otra vez. Me ve escribiendo y me sonríe. Se ve que nos hemos caído bien. Y eso que nuestra conversación ha sido una mezcla de inglés y gestos, ambos igual de incomprensibles. Sabe que me queda un buen rato allí y sospecho que le gustaría sentarse a hablar conmigo, pero la verdad es que sería bastante inútil. A cambio, cada vez que pasa me mira y me dirige algún gesto amable.

Ahora vocifera algo por su megáfono rojo. A saber qué. Yo hago el intento de comprenderlo: levanto la cabeza y escucho, pero después de una semana aquí, esta lengua me sigue sonando a chino. Y eso que ya sé que es japonés.


Después de una hora de espera, por fin llega mi autobús. La carretera no tiene tanta pendiente como la de esta mañana, pero el camino es bastante movidito. Atravesamos varios pueblos y, una hora más tarde, oigo por la megafonía lo que parece el nombre de mi parada. En efecto, el autobús se detiene frente a una estación de tren. Debe ser aquí.

Me dirijo a la taquilla y le explico al taquillero que quiero volver a Tokio. Examina mi bono para los trenes y me pregunta “smoking or no smoking?”. Pronuncio la palabra “no” y, para reforzar mi mensaje, levanto la mano y, con el dedo índice en alto, la meneo de un lado a otro. Pero el buen señor vuelve a insistir: “no smoking?” pregunta, esta vez moviendo la mano, con todos los dedos juntos, de un lado para otro delante de su nariz. Intuyo que hace el gesto de dispersar el humo del tabaco, como si yo no me hubiera enterado de lo que pregunta. Así que le respondo “no smoking”. Y al final para nada, porque no me da ningún billete. Simplemente me indica que vaya a la vía 2 y que suba al próximo tren, que se dirige a Tokio. Por supuesto, lo hace con muchas menos palabras.
 

Subo al andén y en menos de dos minutos pasa un tren. Una vez en el vagón, examino mi mapa y compruebo que, efectivamente, esa línea llega a Tokio. Aunque calculo que debe tardar una eternidad. Sin embargo, veo que dos o tres paradas después puedo enlazar de nuevo con el tren bala. Y ya que me sale gratis y que es el último día, me voy a dar el capricho.

Ya de vuelta en Tokio, comento con mi anfitrión y traductor la escena del taquillero y el tabaco. Y, cuando entro en detalles, me explica la situación: mientras que nosotros negamos moviendo el dedo índice de un lado para otro, los japoneses lo hacen moviendo la mano entera. Hay que ver las cosas que se aprenden viajando.

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