Me fascinan los aeropuertos.
El hecho de cruzarme con miles de personas y pensar que, en unas horas, cada
uno va a estar en una punta del mundo, me maravilla. Será por eso que siempre
dedico unos minutos a leer los paneles y comprobar los destinos de los próximos
vuelos. Y, por supuesto, siempre se me antoja ir a dos o tres. Por lo demás,
las terminales se han convertido en gigantescos centros comerciales. Pero a mí
me siguen gustando. Y no solo porque visitarlos significa que me voy lejos. El
viaje es parte del placer. Ya os conté algo cuando volvía de Tailandia.
En este viaje he cogido cuatro
vuelos y he pasado por cinco aeropuertos, dos de los cales no conocía todavía.
He estado aproximadamente 28 horas en el aire y otras 8 en tierra esperando.
Tanto arriba como abajo, da tiempo a muchas cosas. Para demostrar que estoy en
otro mundo, solo daré un detalle: en el primer trayecto, de Madrid a Ámsterdam,
me he< comido entero el sándwich de queso gouda que me han puesto. Los que
me conocen bien saben que detesto el queso. Pero, desde tan alto, todo sabe
distinto.
A pesar de pasar tanto tiempo
en el aire, apenas he dormido dos o tres horas en los vuelos largos. A la ida
por la emoción del viaje o por las horas, que no correspondían con mi ya de por
sí escaso horario de sueños. A la vuelta, no me explico por qué. Venía cansado después
de ocho días harto de andar y, por si acaso ni por esas me venía el sueño, me
he tomado por lo menos tres cervezas. Pero nada.
El problema es que los vuelos,
sobre todo los intercontinentales, son cada vez más entretenidos. Con una
pantalla para mí solo, he podido elegir que ver y qué escuchar durante todo el
vuelo. Y, para alguien como yo, tener a mi disposición algunos de los mejores
discos de los últimos cincuenta años y poder saltar de uno a otro es demasiada
tentación. Así que he aprovechado para escuchar música y ver un par de
películas que se me pasaron en el cine. Para descansar, de cuando en cuando
echaba un vistazo al GPS para saber por dónde iba. Sobrevolar Vladivostok
escuchando el Sgt. Pepper de los Beatles o, unas horas después, contemplar el
océano ártico mientras me servía un zumo en el mini-bar de cola son cosas que
no se hacen cada día,
Ya en París, después de una
hora y cuando me quedaban otras tres para volver a despegar, me ha dado la
pájara. De alguna forma, mi cuerpo sabía que se acababa lo bueno. No sé cómo no
me he quedado dormido en algún asiento de la terminal. Seguro que si tuviera
planeado quedarme un par de días por allí no me hubiera pasado. Pero, ya en el
avión, solo me ha dado tiempo a distinguir desde la ventana el cauce del Sena,
las islas de San Luis y la Cité. Cuando hemos dejado atrás la ciudad me he quedado
frito.
He estado en Japón en Septiembre, también, y estoy de acuerdo contigo en tus comentarios.
ResponderEliminarVine encantada; muchas cosas me sorprendieron -para bien- y me parecieron magníficos el sentido de respeto, de educación y la limpieza en todos los lugares.