miércoles, 7 de junio de 2017

Tintin en Berlín (III) - Haga usted lo que le dé la gana

El Festival de Haga Usted lo que le Dé la Gana es un concepto muy Simpson. Sin embargo, no se me ocurre otra manera mejor de definir lo que he vivido este domingo por la tarde. El Mauerpark es, más que un parque, un trozo de campo pegado a la parte norte de la ciudad. No recuerdo un lugar donde alegría, libertad y despreocupación se den la mano de forma más auténtica.

Llego al lugar prácticamente arrastrado por una marea humana que camina en esa dirección – de forma muy ordenada, eso sí – desde la parada de tren más cercana. El orden se pierde al entrar en el parque, envuelto por el sonido de un grupo que toca en algún lugar.

Centenares de pequeños grupos se distribuyen por la gran pradera que se extiende ante mí. Algunos se tiran en el suelo a tomar el sol y descansar; otros beben o fuman con sus amigos; también los hay que se reúnen en torno a músicos que, con un pequeño equipo de sonido, ofrecen su espectáculo sin esperar nada más que un aplauso y, quizá, una moneda en la funda de su instrumento. Y la verdad es que la gente de estas tierras es generosa y agradece a los músicos callejeros su labor. Los hay incluso que se animan a acompañar el espectáculo bailando el hula-hoop, ejercitando algo parecido a la danza del vientre o, simplemente, moviendo su cuerpo al son de la música.

A uno de los lados del parque hay un mercadillo donde se pueden encontrar productos de artesanía, ropa, carteles, viejos cachivaches y todas esas cosas que se venden en este tipo de mercado. Y, como no podía faltar en cualquier actividad al aire libre en territorio alemán, decenas de puestos de comida donde comprar salchichas, bretzels y, por supuesto, cerveza.


Pero la estrella del lugar es un karaoke abierto a todo el que quiera cantar y que, aprovechando un pequeño escenario de piedra y unas gradas en forma de anfiteatro, reúne a varios miles de personas. El encargado de perpetrar aquel surrealista espectáculo es un australiano que, al parecer, lleva haciéndolo cada tarde de domingo – siempre que el tiempo se lo permite, que en Berlín no debe ser tan a menudo como él quisiera – durante los últimos nueve años. Su montaje se reduce a un pequeño equipo de sonido, que solo cuenta con un micrófono pero que es suficiente para dar sonido a su numerosa audiencia; un ordenador portátil en el que dispone de los acompañamientos musicales para miles de canciones  y en cuya pantalla se proyecta la letra para que el cantante pueda seguirla, aunque la mayoría van ya con la canción aprendida; y una sombrilla para cubrir todo el equipo y refugiarse él mismo.

Entre los artistas espontáneos hay un poco de todo: desde voces prodigiosas hasta gente colocada de no sé sabe qué, que es incapaz de articular dos palabras seguidas y mucho menos de entonar. Y entre esos dos polos caben todas las posibilidades imaginables y alguna difícil de imaginar: jubilados alemanes que cantan canciones tradicionales de su país, jóvenes británicos que han venido a Berlín a celebrar una despedida de soltero y que suben al escenario vestidos con el traje regional bávaro o un tipo que presume de haber batido el record de haber visitado todas las estaciones de metro de la ciudad en algo más de seis horas.

Y lo mejor de todo es que siempre hay un aplauso para todos. El último de ellos se lo lleva el organizador del evento, que cierra el espectáculo cantando él mismo una canción, y que también recibe de su público propinas que fácilmente superarán los mil euros. Sin embargo, durante la tarde se ha encargado de explicar que, además de para su propio beneficio, el dinero le sirve para pagar el impuesto municipal para ocupar aquel espacio y abonar los derechos de autor de las canciones. Si estuviera en España habría aprendido a hacerlo todo en negro, pero estos alemanes (de nacimiento o adoptivos, como él) son gente recta. Seguramente es más fácil comportarse así cuando ganas un buen dinero por tu trabajo, sea cual sea.

martes, 6 de junio de 2017

Tintin en Berlín (II) - ¿Me va a dejar cicatriz?

Tras sufrir una herida profunda, dolorosa, la pregunta típica de cualquier paciente a su médico es "¿me va a dejar cicatriz?". En el caso del paciente Berlín, la respuesta es que sí, que esa marca será visible durante muchos años. 

El Muro partió Berlín en dos durante 28 años y precisamente este otoño se cumplen 28 años de su caída. A pesar del tiempo, es difícil hablar de la capital alemana sin pensar en su Muro. Las tres décadas que estuvo en pie pesan mucho en los ocho siglos de historia de la ciudad. Quizá por su cercanía en el tiempo, quizá por la profunda herida que supuso en los berlineses. 


A diferencia del rastro del III Reich, que los alemanes se esfuerzan por ocultar y obviar en la medida de lo posible, el Muro está aún muy presente en el Berlín actual. Y quiero pensar que, más allá del reclamo turístico que supone, es así a modo de lección histórica, de recordatorio de cuán importante es esa unión que una vez les robaron y que mantuvo separados a vecinos, amigos y familiares durante tantos años.  

Por toda la ciudad hay restos de mayor o menor tamaño de la estructura de más de 160 kilómetros que rodeó su parte occidental. Algunos son pequeños fragmentos que han permanecido en pie mientras las calles a su alrededor se han modernizado y han dejado entrar al capitalismo. Llaman la atención los trozos que quedan en la zona de la Potsdamer Platz, entre las vanguardistas edificaciones que se han levantado en los solares que dejó la eliminación del Muro.


Otra zona predilecta para los turistas es la East Side Gallery, un tramo de muro que las autoridades de la Alemania unificada cedieron a decenas de artistas callejeros para que plasmaran su particular visión de la división y posterior reunificación de la ciudad y, por ende, el país. Para mi gusto, es la zona más artificial. En sus alrededores se instala un Museo del Muro en el que prometen un fragmento de piedra del mismo con cada entrada. Me negué a entrar en tal aberración, así que no puedo dar más detalles del lugar. Por lo demás, la East Side Gallery ofrece algunas obras interesantes, varias de las cuales han alcanzado bastante fama. Pero me parece mucho más interesante el barrio que se extiende alrededor, a partir del puente de Oberbaum.


Por el contrario, me ha sorprendido gratamente el Memorial por las víctimas del Muro, erigido al norte de la ciudad. A lo largo de Bernauer Straße se extiende un tramo que no solo conserva un largo fragmento de Muro, sino que deja ver toda la estructura que lo conformaba. A pesar de su nombre,  no era una sola pared, sino varias barreras edificadas de forma paralela y perpendicular a lo largo de una franja de seguridad que decenas de guardianas cubrían desde varias torres vigía.


Ahora sería un lugar agradable por el que pasear, de no ser por los macabros recuerdos que se evocan a cada poco. Carteles explicativos, fotografías, rastros en el suelo del recorrido de los túneles por los que muchos intentaron escapar o testimonios sonoros de algunos de los habitantes de la zona en la época se encargan de recordar al visitante la barbarie que allí, como en otras partes de la ciudad, se vivió durante décadas.


Cada uno a su manera, todos estos lugares ayudan a hacerse una idea de las realidades paralelas en las que se desarrolló una ciudad que hoy podemos visitar como un todo. Dicho todo esto, una década después de mis últimas visitas, me ha alegrado comprobar que esa cicatriz que atraviesa Berlín de lado a lado se va curando poco a poco. No quedan tantas zonas vacías. Los espacios vacíos en el casco urbano van dejando paso poco a poco a los nuevos edificios. El pasado consigue convivir con el presente y la ciudad sigue creciendo, aprendiendo de sus errores e intentando enseñar a los demás a partir de ellos.

lunes, 5 de junio de 2017

Tintin en Berlín - Tren nocturno a Spandau

Son las dos y media de la mañana y apenas hay un par de personas en el andén de la Ostbahnhof. Las pantallas informativas indican que quedan casi 20 minutos hasta que llegue mi tren. Sentado en un banco, levanto la mirada cada vez que escucho pasos cerca de mí. Nunca se sabe quién puede andar suelto a esas horas, pero después de haber salido vivo de mi última visita de la noche he comprendido que no hay prácticamente nada que temer en Berlín.

Voy de vuelta a mi hotel tras haber disfrutado de una peculiar velada en un lugar que, basándome únicamente en tópicos y estereotipos, me evocaba más cualquier rincón de Jamaica que la capital de una potencia europea. A las orillas del Spree hay un gran descampado de suelo arenoso en el que apenas quedan en pie un par de antiguas construcciones de piedra. Fuera de ellas, un sinfín de pequeños negocios instalados en contenedores prefabricados o directamente en tartanas sirven comida y bebida.

El lugar está oscuro y las barras fluorescentes de las tartanas son la única, y escasa, luz disponible. En medio de este pequeño caos, unas cuantas mesas comunes ofrecen a los visitantes un punto de encuentro donde descansar y disfrutar de un botellín de cerveza. Aunque entre los visitantes se mezclan todo tipo de orígenes geográficos y étnicos, los anfitriones – encargados de atender los negocios de la zona y demás fauna nocturna que pulula por allí como Jürgen por su casa – tienen todos la piel tan oscura como el lugar. Mientras caminas por los recovecos que quedan entre los muros, los árboles y los desniveles que jalonan el solar, no es extraño que alguno de ellos se te acerque a ofrecerte un poco de hierba. Aunque rechazo su oferta, se siente en el aire que el negocio les va bien.

Pero lo más paradójico es lo que nos ha llevado a aquella pequeña Jamaica en el corazón de Berlín: un concierto de música balcánica. Después de un rato, entramos a la sala en la que se celebrará el espectáculo. Y la música balcánica resulta ser una mezcla de temas españoles, británicos, americanos y de otras procedencias interpretados por un grupo italiano que, ciertamente, le da a cada una de las canciones un estilo peculiar y difícil de clasificar.  

El calor es agobiante y cada vez entra más gente en el local. Igual que en el sur no solemos estar preparados para el frío, está claro que los alemanes no saben cómo afrontar las altas temperaturas. Ni rastro de un sistema de ventilación adecuado para cientos de cuerpos recalentados por el sol de finales de mayo. A mi cabeza solo vienen noticias del tipo “el incendio en una sala de conciertos de Berlín acaba con…”. Al menos, las salidas de emergencia están cerca.

Contra mis peores presagios, he sobrevivido a aquella trampa mortal. Y aquí estoy esperando el penúltimo tren de la noche en dirección a Spandau. Por fin asoma por la bocana de la estación, así que me pongo en pie y me aproximo a la vía. A diferencia del desierto andén, el convoy viene bastante lleno. Y a diferencia de los moradores de la Ostbahnhof, los pasajeros parecen de lo más normales. En su mayoría son jóvenes de clase acomodada, a juzgar por su aspecto, que vuelven a casa después de una noche de farra. Y, contra lo que cabría esperar conociendo el nivel de ingesta alcohólica del pueblo germánico, todos se comportan de una forma bastante prudente.


Unos minutos después bajo del vagón y vuelvo a encontrarme completamente solo mientras recorro la Friedrichstraße de camino al hotel. Es una sensación curiosa la de enfrentarse a una avenida completamente desierta. Pero en las siguientes noches comprobaré que es una experiencia de lo más normal cuando andas por el centro de Berlín a partir de las 8 de la tarde. 

jueves, 1 de junio de 2017

#SgtPepper50

No es precisamente mi disco favorito de The Beatles, pero es innegable que el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band reúne una serie de características que lo hacen único. Combina elementos tan diversos como un tema de música india, la única aportación de George Harrison, o una de esas canciones estilo años 20 que tanto le gustaba componer a Paul McCartney. Hay pop, rock, una muestra prematura de la incipiente psicodelia… Y, sin embargo, todo encaja perfectamente y forma un álbum redondo, completo, intachable.


Quizá lo que hace excepcional al Pepper es que muestra la cumbre de The Beatles como grupo. Lennon y McCartney reunidos escribiendo With a little help from my Friends para que Ringo la cantase, los dos genios encajando dos de sus composiciones para crear una sola canción (A day in the life), los instrumentos sonando como no lo habían hecho hasta entonces, tanto por la calidad del sonido como por la técnica de los cuatro músicos y los arreglos complementarios. Una vez que dejaron las giras, tuvieron tiempo para volcarse en las grabaciones y el resultado es inmejorable.

Después llegarían otros grandes álbumes: el disco blanco, Abbey Road y Let it be. Si son mejores o peores depende del gusto de cada cual. Pero nada fue igual: se fueron a la India, cada uno de ellos empezó a conocerse mejor y a mirar en su interior, desarrollaron diferentes inquietudes, crecieron. Aunque el sello Beatle era innegable, los discos que sucedieron al Pepper son una colección de composiciones individuales de cada uno de los miembros del grupo llevadas al estudio con la colaboración de sus compañeros. Come Together es puro Lennon, Hey Jude auténtico McCartney o Something genuino George Harrison, aunque hayan pasado a la historia como éxitos de The Beatles.

Antes había aparecido Revolver, que ya dejaba ver lo que estaba por llegar. Grandes composiciones, sonidos inverosímiles, pero un conjunto carente de uniformidad. Revolver surgió de un periodo de exploración que sirvió para espolear a la bestia y empezar a dar salida a todo lo que quedaba por venir. El comienzo no pudo ser mejor.

Pero el Pepper fue distinto. Y su magia no dejó indiferente a nadie. Dos días después de publicarse el disco, Jimmy Hendrix versionaba en directo durante un concierto en Londres el tema que daba título al álbum. Poco después, Joe Cocker cogía el segundo tema del álbum y hacía una versión que compite en fama y calidad con la original. Ya en la década de los 70, Elton John hizo lo mismo con el tercer tema del disco…

Incluso el envoltorio en que se presentó el disco es parte de la historia. La portada es una de las más icónicas de la historia de la música del siglo XX. Qué melómano no ha jugado al quién es quién repasando las decenas de rostros reunidos en esa foto de familia que representa la cultura de una época. Y la contraportada es la primera que recoge las letras de todas las canciones reunidas en el álbum – dicen que por intercesión de un profesor español que hizo ver a John Lennon la utilidad de sus composiciones a la hora de enseñar inglés a sus alumnos – iniciando así una costumbre que nadie hasta entonces había considerado.

Y hasta el nombre es bonito, imponente. Se le llena a uno la boca al pronunciarlo. Lean conmigo: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.

Decenas de detalles que hacen de este disco un hito único e irrepetible. Méritos suficientes para que, después de 50 años, a ese pobre sargento le concedan un ascenso extraordinario. Porque el Pepper bien merece ser Capitán General.