Son las dos y media de la mañana y apenas hay un
par de personas en el andén de la Ostbahnhof. Las pantallas informativas
indican que quedan casi 20 minutos hasta que llegue mi tren. Sentado en un
banco, levanto la mirada cada vez que escucho pasos cerca de mí. Nunca se sabe
quién puede andar suelto a esas horas, pero después de haber salido vivo de mi
última visita de la noche he comprendido que no hay prácticamente nada que
temer en Berlín.
Voy de vuelta a mi hotel tras haber disfrutado de
una peculiar velada en un lugar que, basándome únicamente en tópicos y
estereotipos, me evocaba más cualquier rincón de Jamaica que la capital de una
potencia europea. A las orillas del Spree hay un gran descampado de suelo
arenoso en el que apenas quedan en pie un par de antiguas construcciones de
piedra. Fuera de ellas, un sinfín de pequeños negocios instalados en
contenedores prefabricados o directamente en tartanas sirven comida y bebida.
El lugar está oscuro y las barras fluorescentes de
las tartanas son la única, y escasa, luz disponible. En medio de este pequeño
caos, unas cuantas mesas comunes ofrecen a los visitantes un punto de encuentro
donde descansar y disfrutar de un botellín de cerveza. Aunque entre los
visitantes se mezclan todo tipo de orígenes geográficos y étnicos, los anfitriones
– encargados de atender los negocios de la zona y demás fauna nocturna que
pulula por allí como Jürgen por su casa – tienen todos la piel tan oscura como
el lugar. Mientras caminas por los recovecos que quedan entre los muros, los
árboles y los desniveles que jalonan el solar, no es extraño que alguno de
ellos se te acerque a ofrecerte un poco de hierba. Aunque rechazo su oferta, se
siente en el aire que el negocio les va bien.
Pero lo más paradójico es lo que nos ha llevado a
aquella pequeña Jamaica en el corazón de Berlín: un concierto de música
balcánica. Después de un rato, entramos a la sala en la que se celebrará el
espectáculo. Y la música balcánica resulta ser una mezcla de temas españoles, británicos,
americanos y de otras procedencias interpretados por un grupo italiano que,
ciertamente, le da a cada una de las canciones un estilo peculiar y difícil de
clasificar.
El calor es agobiante y cada vez entra más gente
en el local. Igual que en el sur no solemos estar preparados para el frío, está
claro que los alemanes no saben cómo afrontar las altas temperaturas. Ni rastro
de un sistema de ventilación adecuado para cientos de cuerpos recalentados por
el sol de finales de mayo. A mi cabeza solo vienen noticias del tipo “el
incendio en una sala de conciertos de Berlín acaba con…”. Al menos, las salidas
de emergencia están cerca.
Contra mis peores presagios, he sobrevivido a
aquella trampa mortal. Y aquí estoy esperando el penúltimo tren de la noche en
dirección a Spandau. Por fin asoma por la bocana de la estación, así que me
pongo en pie y me aproximo a la vía. A diferencia del desierto andén, el convoy
viene bastante lleno. Y a diferencia de los moradores de la Ostbahnhof, los
pasajeros parecen de lo más normales. En su mayoría son jóvenes de clase
acomodada, a juzgar por su aspecto, que vuelven a casa después de una noche de
farra. Y, contra lo que cabría esperar conociendo el nivel de ingesta
alcohólica del pueblo germánico, todos se comportan de una forma bastante
prudente.
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