El Festival de Haga Usted lo que le Dé la Gana es
un concepto muy Simpson. Sin embargo, no se me ocurre otra manera mejor de
definir lo que he vivido este domingo por la tarde. El Mauerpark es, más que un
parque, un trozo de campo pegado a la parte norte de la ciudad. No recuerdo un
lugar donde alegría, libertad y despreocupación se den la mano de forma más
auténtica.
Llego al lugar prácticamente arrastrado por una
marea humana que camina en esa dirección – de forma muy ordenada, eso sí – desde
la parada de tren más cercana. El orden se pierde al entrar en el parque,
envuelto por el sonido de un grupo que toca en algún lugar.
Centenares de pequeños grupos se distribuyen por
la gran pradera que se extiende ante mí. Algunos se tiran en el suelo a tomar
el sol y descansar; otros beben o fuman con sus amigos; también los hay que se
reúnen en torno a músicos que, con un pequeño equipo de sonido, ofrecen su
espectáculo sin esperar nada más que un aplauso y, quizá, una moneda en la
funda de su instrumento. Y la verdad es que la gente de estas tierras es
generosa y agradece a los músicos callejeros su labor. Los hay incluso que se
animan a acompañar el espectáculo bailando el hula-hoop, ejercitando algo
parecido a la danza del vientre o, simplemente, moviendo su cuerpo al son de la
música.
A uno de los lados del parque hay un mercadillo
donde se pueden encontrar productos de artesanía, ropa, carteles, viejos
cachivaches y todas esas cosas que se venden en este tipo de mercado. Y, como
no podía faltar en cualquier actividad al aire libre en territorio alemán,
decenas de puestos de comida donde comprar salchichas, bretzels y, por
supuesto, cerveza.
Pero la estrella del lugar es un karaoke abierto a
todo el que quiera cantar y que, aprovechando un pequeño escenario de piedra y
unas gradas en forma de anfiteatro, reúne a varios miles de personas. El
encargado de perpetrar aquel surrealista espectáculo es un australiano que, al
parecer, lleva haciéndolo cada tarde de domingo – siempre que el tiempo se lo
permite, que en Berlín no debe ser tan a menudo como él quisiera – durante los
últimos nueve años. Su montaje se reduce a un pequeño equipo de sonido, que
solo cuenta con un micrófono pero que es suficiente para dar sonido a su
numerosa audiencia; un ordenador portátil en el que dispone de los
acompañamientos musicales para miles de canciones y en cuya pantalla se proyecta la letra para
que el cantante pueda seguirla, aunque la mayoría van ya con la canción
aprendida; y una sombrilla para cubrir todo el equipo y refugiarse él mismo.
Entre los artistas espontáneos hay un poco de
todo: desde voces prodigiosas hasta gente colocada de no sé sabe qué, que es
incapaz de articular dos palabras seguidas y mucho menos de entonar. Y entre
esos dos polos caben todas las posibilidades imaginables y alguna difícil de
imaginar: jubilados alemanes que cantan canciones tradicionales de su país,
jóvenes británicos que han venido a Berlín a celebrar una despedida de soltero
y que suben al escenario vestidos con el traje regional bávaro o un tipo que
presume de haber batido el record de haber visitado todas las estaciones de
metro de la ciudad en algo más de seis horas.
Y lo mejor de todo es que siempre hay un aplauso para todos. El último de ellos se lo lleva el organizador del evento, que cierra el espectáculo cantando él mismo una canción, y que también recibe de su público propinas que fácilmente superarán los mil euros. Sin embargo, durante la tarde se ha encargado de explicar que, además de para su propio beneficio, el dinero le sirve para pagar el impuesto municipal para ocupar aquel espacio y abonar los derechos de autor de las canciones. Si estuviera en España habría aprendido a hacerlo todo en negro, pero estos alemanes (de nacimiento o adoptivos, como él) son gente recta. Seguramente es más fácil comportarse así cuando ganas un buen dinero por tu trabajo, sea cual sea.
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