lunes, 2 de octubre de 2017

Tintin en el Lejano Oeste (I) - "Everything's bigger in America"

Una de las cosas más sorprendentes de Estados Unidos es que (casi) todo es como te esperabas que fuese. Normalmente uno tiene una serie de ideas preconcebidas, expectativas, incluso ilusiones… y cuando llega al destino en cuestión se da cuenta de que las cosas no son lo que esperaba. Pero, en este caso, resulta que el cine nos ha enseñado bien.

Y una de las máximas que hemos aprendido a través de la gran pantalla y que se confirma al pisar suelo estadounidense es que todo es más grande en América. No sé ni dónde ni cuándo escuché esa frase por primera vez, pero creo que la he repetido cada día de los que he pasado allí.

Llegamos al aeropuerto de Los Ángeles –enorme, por supuesto– y, después de pasar los pertinentes controles aduaneros, nos dirigimos a la oficina de cierta compañía de alquiler, donde habíamos reservado un coche de gama media. Después de resolver el papeleo, nos invitaron a acceder al aparcamiento. Allí nos colocaron frente a una fila de coches, al menos una decena, y nos invitaron a escoger el que más nos gustara. Ninguno de gama media. Todos eran gigantescos. Un flujo continuo de clientes llegaba al lugar y elegía mientras operarios de la compañía seguían aparcando junto a nosotros trastos más y más grandes. Atónitos, mirábamos a nuestro alrededor en busca de algo parecido al “Ford Focus o similar” que habíamos reservado en una web. “Everything’s bigger in America”, pensé allí por primera vez.

Después de instalarnos en el hotel, en una amplia habitación con dos camas de matrimonio, pusimos rumbo a Santa Mónica para conocer los dominios de Mitch Buchannon. Esa fue la primera ocasión en que entramos en contacto con el laberinto de autopistas que rodean y atraviesan Los Ángeles y su área metropolitana. Son carreteras de cinco carriles por sentido en las que coches enormes, autocaravanas del tamaño de un autobús y camiones donde la cabina del conductor es más grande que el salón de mi casa –no exagero– te adelantan indistintamente por la izquierda o la derecha.

Ya decía antes que casi todo es como te lo cuentan en la tele. El “casi” implica que hay excepciones. Una vez en Santa Mónica, no hay ni rastro de los chicos cachas y las chicas pechugonas encargados de velar por la seguridad de los bañistas. Lo único reconocible son sus torres y los salvavidas naranjas. Pero los vigilantes en sí son bastante normalitos. O, en realidad, no tanto. La verdad es que son delgados, y eso no es normal por estas tierras. Todo es más grande en América, y su gente también. La obesidad es una realidad bastante extendida. Con el paso de los días, uno se va acostumbrando a que la gente que pasea a su alrededor, el personal de bares, tiendas y otros negocios o las fuerzas de seguridad tengan una envergadura considerable. Incluso hay algunos, bastantes, que se ven obligados a usar sillas de ruedas o pequeños vehículos motorizados porque son incapaces de desplazar su cuerpo por sí mismos.

No es difícil entender por qué cuando llega la hora de comer. Y no creo que sea solo culpa de las cadenas de comida rápida, como habitualmente se piensa. Los cafés, diners y similares son mucho peores. Pedir una Coca-Cola supone enfrentarse a medio litro de refresco. Y si el camarero quiere ganarse una buena propina, estará atento para, cuando queden dos dedos de bebida en el vaso, ofrecerse a rellenártelo de forma gratuita. Mientras tanto, habrá llegado la hamburguesa, también de tamaño considerable, acompañada por un buen puñado de patatas fritas. Y, si aún queda hueco en el estómago –os aseguro que no– aún podrás pedir un generoso trozo de pastel que nada tiene que ver con las pequeñas porciones de tarta que serviría cualquier restaurante europeo. Por último, llegará la cuenta y la propina, que, para no desentonar, también debe ser bastante más abultada que lo que acostumbramos al otro lado del charco. Si algún cliente quiere hacerse el sueco en este punto, el camarero de turno no tendrá problema en recordárselo andes de que pueda salir por la puerta.
Poco a poco el ojo se acostumbra a vivir rodeado de cosas grandes. Por eso, cuando después de una semana se llega hasta el Parque Nacional de Yosemite y se contemplan las gigantescas secuoyas, uno se maravilla porque nunca ha visto un árbol tan grande, pero ya apenas se extraña.

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