Rectas kilométricas atraviesan los grandes estados
del oeste americano. Una vez que se sale de la enmarañada zona metropolitana de
Los Ángeles, el tráfico se aligera. Más allá de San Bernardino, el paisaje se
va haciendo cada vez más árido a medida que nos acercamos al desierto de
Mojave.
A las 10 de la mañana paramos a desayunar en un
café estilo años 50. El escenario es un montaje, pero aun así se respira cierto
ambiente genuino. Ayuda el hecho de que los personajes que campan por el lugar
sí que son muy reales. Gordos a punto de estallar engullen grandes porciones de
pasteles servidos por camareras cuyos peinados son casi tan antiguos como el
estilo de sus uniformes. Tomarse solo un zumo de naranja parece una ofensa al
local, pero después de haber desayunado huevos revueltos y hamburguesas hace
poco más de dos horas, mi estómago no da para más.
Seguimos haciendo millas y por fin cruzamos el río
Colorado y, con él, la frontera con Arizona. Allí arranca uno de los tramos que
aún se conservan de la histórica Ruta 66. Chuck Berry canta en la radio del
coche la histórica canción dedicada a la Carretera Madre que tantos
versionaron. Después vienen Born to be wild, The weight y tantos otros grandes
clásicos del rock americano que me traen a la cabeza a los protagonistas de
Easy Rider rodando por aquellas tierras en sus Harleys.
Hay moteros, muchos moteros. De todas las edades,
de todas las apariencias, casi siempre viajando en grupo y con todo tipo de
grandes motos. Algunos lucen modernos monos, otros llevan camisetas sin mangas
y un pañuelo alrededor de la cabeza. Pero hay otras estampas más llamativas.
Como la que se encuentra en Oatman, un pueblo formado por dos hileras de casas
colocadas a ambos lados de la 66 y donde, si no contamos a los humanos que
regentan unos pocos bares y tiendas de recuerdos, que seguramente viven en otro
lugar, los únicos habitantes son varias decenas de burros. Al parecer, los
animales eran utilizados en una mina cerrada al pueblo, pero, cuando ésta cerró,
los abandonaron y se quedaron a vivir en el pueblo, donde siempre hay alguien
que les da algo de comer.
La carretera continúa atravesando parajes
inhóspitos. De vez en cuando hay señales de que comienza un pueblo, pero el
único rastro de vida humana son algunas construcciones destartaladas, muchas de
ellas prefabricadas, desperdigadas a ambos lados de la carretera. A pie de
arcén, cada cierto tiempo se ve un grupo de ocho o diez buzones desvencijados,
bastante alejados también de cualquier vivienda. Me pregunto cómo será trabajar
de cartero en esta parte de Arizona. Ciertamente sorprende comprobar la pobreza
y la precariedad que se respira en una de las grandes potencias mundiales
cuando te adentras en sus zonas rurales.
Ya por la noche llegamos a un núcleo urbano. Son
tan solo un par de calles paralelas, con sus correspondientes ejes
perpendiculares, pero hay gasolineras, supermercados y algunos lugares para
comer. Se respira cierto ambiente bajo las luces de neón de varios de los
locales. Finalmente, entramos en uno de los bares, donde devoramos una enorme
hamburguesa regada con abundante Coca-Cola mientras un cantante interpreta en
la terraza viejos temas de Elvis o Johnny Cash.
No hay comentarios:
Publicar un comentario