lunes, 30 de octubre de 2017

Tintin en el Lejano Oeste (V) - San Francisco

Sentado en el muelle de la bahía, contemplo la silueta del Bay Bridge, que se recorta contra el cielo, nublado como casi siempre, y se pierde hacia Oakland. Llevaba casi 20 años soñando con viajar a San Francisco. Desde la primera vez que pensé en venir he debido pasar por una veintena de países, he hecho decenas de viajes, pero siempre muy lejos de aquí. Incluso en esta en ocasión he pasado más de una semana desde que aterricé en Los Ángeles recorriendo miles de kilómetros, atravesando desiertos y montañas, antes de llegar. Como los buenos sueños, San Francisco se ha hecho esperar, pero al final lo he logrado.


Y, como no podía ser menos después de tanta expectación, la entrada ha sido a lo grande. Tras atravesar el hermano pequeño de los puentes de la ciudad, nos hemos metido de lleno en las congestionadas calles del distrito financiero. La primera impresión es agobiante: atrapados entre un bosque de rascacielos, con un tráfico que apenas avanza por unas cuestas dignas de una buena etapa ciclista. Pero en pocos minutos la escena cambia y estamos en una larga avenida rodeada por casas bajas que nos lleva hasta una estructura neoclásica de grandes columnas y cúpulas que acoge el palacio de bellas artes de la ciudad.

Algunas webs y guías turísticas dicen que San Francisco es una de las ciudades más europeas de los Estados Unidos. No alcanzo a entender por qué, pero lo que sí es cierto es que está llena de contrastes. Frente a la ciudad moderna que se divisa desde Sausalito, al otro lado de la bahía, San Francisco esconde rincones de lo más pintorescos. High Ashbury acoge a la mayor comunidad hippy que queda en la ciudad. Su presencia va mucho más allá de murales en las paredes con símbolos y consignas. Mientras recorro en autobús la calle principal del barrio, veo cómo van subiendo y bajando personajes de pelo largo, vestimenta harapienta y descuidada higiene personal. Algunos de ellos incluso llevan a sus perros, a los que instalan cómodamente en el pasillo del autobús. Por su edad, apuesto a que alguno de aquellos hermanos y hermanas llegaron a Frisco durante el verano del amor y decidieron quedarse allí.


El ambiente bohemio se pierde conforme uno se acerca a la costa, aunque todavía quedan pinceladas que hacen de una gran ciudad un sitio especial. A pesar del intenso tráfico, los tranvías de madera son los amos de la calle allá por donde pasen. Se paran en el cruce de dos calles y uno de sus conductores, cada convoy lleva dos o tres, baja con una señal de stop y detiene el tráfico mientras la gente cruza entre los coches desde la acera para subir. Y, aunque son uno de los grandes reclamos turísticos, también es frecuente compartir trayecto con algún vecino de la zona. Supongo que pagan otro precio, porque las tarifas son bastante altas, pero nadie se puede resistir al encanto de estos vagones. Menos conocidos, pero igual de llamativos, son el resto de modelos de tranvía que recorren el centro de la ciudad. Por sus líneas y sus colores, tienen la misma estética que el típico coche americano de los años 50. Y el mismo encanto.


Muchos de estos tranvías terminan su recorrido en la zona de los muelles, que se ha convertido en una enorme área comercial para turistas. Entre postales, camisetas y excursiones a Alcatraz, merece la pena destacar los puestos de comida en los que es típico degustar sándwiches o sopas de cangrejo. Aunque por lo general no soy muy fan de esas cosas, debo reconocer que no están nada mal. Entre la música de los locales de la zona y algún artista callejero, se cuela un ruido constante, a cualquier hora del día o la noche. Lo hacen varias decenas de leones marinos, que se han acomodado en unas bateas cercanas al Pier 39 y que hacen las delicias de los turistas. La suya me parece una vida bastante aburrida, pero su lugar de residencia, al borde de la bahía de San Francisco, hace que los envidie un poco. Con gusto me quedaría allí sentado, en el muelle de la bahía, como Otis Redding, mirando como baja la marea y silbando.


Y a lo lejos, contemplándolo todo desde un poco más acá que el horizonte, el Golden Gate Bridge. Un majestuoso armatoste de color rojo intenso que cierra la Bahía y que pasa la mayor parte del tiempo escondido entre la niebla. Todo el que visita San Francisco quiere hacerse una foto con él, de cerca o de lejos, atravesarlo o al menos caminar unos metros sobre su estructura. Yo ya lo he tachado de mi lista de asuntos pendientes. Ahora me toca pensar en mi próximo gran sueño viajero.



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