Desde la ventana de mi habitación, en el piso 22
del Chrysler Building, observo las luces de la gran ciudad. El destelló de las
barras de neón se pierde en el horizonte. Más cerca, puedo ver el puente de
Brooklyn mientras oigo los gritos de los eufóricos pasajeros de una montaña
rusa que circula a toda velocidad unos pisos más abajo. Echo de menos la Gran
Manzana, pero esta noche me tengo que conformar con el hotel New York, New York
de Las Vegas.
Mientras me preparo para dormir, paseo mentalmente
por el Strip. A un lado quedan un castillo medieval, una pirámide egipcia y un
templo medieval. En dirección contraria quedan la Torre Eiffel, el Campanile de
San Marco de Venecia, las fuentes del Bellagio y la extraña mezcla entre Grecia
y Roma, en todas sus épocas, que supone el Caesar’s Palace.
Pero las extravagancias arquitectónicas cometidas
por los mejores hoteles de la ciudad no son más que un escenario para todo lo
que pasa en Las Vegas. Chicas prácticamente desnudas se ofrecen con voces de
niña tonta para hacerse fotos con los turistas. Magos callejeros intentan
atraer la atención y los dólares de todo el que pasa a su lado. Pandas de
jóvenes, y no tan jóvenes, circulan buscando juerga por doquier. Según avanzan
las horas, es fácil ver a alguno de ellos rodando por el suelo, borracho como
una cuba. Y huele mucho a marihuana, a todas horas y en todas partes. Pero todo
da igual: lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas.
Sin embargo, el Strip es apenas un parque de
atracciones. La sordidez se hace fuerte unos kilómetros más arriba. Después de
atravesar barrios oscuros de calles desiertas, llego a Fremont Street. Es una
larga calle peatonal cubierta por una pantalla de cientos de metros, donde
proyectan anuncios y distintos espectáculos de imagen y sonido, y flanqueada
por hoteles y casinos atestados de carteles luminosos. A pie de calle, los
personajes que por allí pululan se encargan de recordarte que lo que en el
Strip parecía puro vicio, en realidad tenía cierto estilo.
En lugar de musculitos de gimnasio en tanga
enseñando sus encantos, aquí hay un cincuentón en bastante baja forma, por
decirlo de forma amable, que se exhibe ataviado simplemente con unos
calzoncillos rojos y unas alas de ángel. Las chicas sugerentes se convierten aquí en señoras mayores
a las que les cuelgan los pechos y los pellejos. El ruido es ensordecedor, como
en una feria.
Las Vegas nunca estuvo entre mi lista de destinos
pendientes. Pero, como tantos otros lugares antes, quizá por eso me ha
sorprendido más. Es una de esas ciudades que no tiene por qué gustarte, pero tanto
exceso concentrado en apenas unas calles es, como poco, impresionante. Ahora comprendo
un poco mejor a Elvis Presley o al Doctor Gonzo: hay que venir a verlo y
contarlo.
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