domingo, 9 de noviembre de 2014

Recuerdos de Berlín

Una cicatriz es una marca que recuerda la existencia de una herida ya sanada. Algo así sucede en Berlín. Aunque el Muro, esa brecha que dividió la ciudad en dos, ha desaparecido, todavía quedan rasgos que recuerdan su existencia. Estuve allí por primera vez hace ahora diez años y me impresionó, no tanto por su belleza sino por todas las historias que aquel lugar tenía que contar. Me propuse volver y, dos años después, lo conseguí. Apenas fue una tarde de paseo, fría y oscura, de finales de diciembre. Pero no por ello menos interesante que la primera. En estos días, en que se recuerda el veinticinco aniversario de la caída del muro, no dejo de pensar en volver a pasear otra vez por sus calles.

Las secuelas más evidentes son las físicas. Es fácil toparse con trozos de muro repartidos por todo Berlín, convertidos ahora en atracciones turísticas. Menos vistosos, aunque para mí mucho más llamativos, fueron algunos solares vacíos que encontré en pleno centro urbano, donde nada había tapado la brecha que durante décadas partió la ciudad. Y, cómo no, los contados puntos de paso entre las dos partes. El más conocido quizá es el Checkpoint Charlie, que dividía la Friedrichstrasse en dos y que aun hoy sobrevive con su caseta, su cartel de aviso y una pequeña pila de sacos a modo de barricada. Pero basta con curiosear un poco para descubrir calles o puentes que cumplían la misma función y que todavía encierran tantas historias de deserciones, detenciones o intercambios de prisioneros.


Junto a lo visible, el otro rastro del muro sobrevive en las mentes de sus vecinos. Todos tenemos cientos de anécdotas que contar sobre nuestra ciudad. Para los berlineses de cierta generación, gran parte de ellas tiene que ver con el Muro. Viajando en coche desde el aeropuerto de Schönefeld hacia el centro de la ciudad, un alemán de unos cincuenta años me cuenta: “cuando yo era pequeño, al final de esta calle había un muro. Nunca supe lo que había detrás hasta muchos años después”. Una historia bastante simple, pero que me da mucho que pensar siempre que la recuerdo. Hoy nos resulta fácil pasear por las calles de medio mundo sin salir de casa gracias a algunas aplicaciones. Hace no tanto tiempo, una pared de hormigón era suficiente para ocultar y separar dos mundos tan cercanos.

Como en todo conflicto, también quedan historias legendarias. El mismo berlinés me habla de un concierto de los Rolling Stones en el sector occidental que hizo que cientos de sus vecinos orientales se congregasen cerca del Muro para tratar de escuchar a sus satánicas majestades. “¡Podían parar a las personas, pero no podían parar el sonido!”. Muy bonito, pero no del todo cierto. Por lo que he podido averiguar después, la verdadera historia es que, en 1969, se extendió a ambos lados de la ciudad el rumor de que los Rolling iban a dar un concierto en una azotea del Berlín occidental. Efectivamente, una multitud de jóvenes del Este se acercó lo más que pudo al otro lado del Muro... Y la Stasi se dedicó a detener a todo el que pilló por allí. Eso sí, por una vez la historia tiene un final feliz: este año, Mick Jagger y los suyos han vuelto a Berlín para ofrecer un concierto conmemorativo de aquel que nunca dieron.  

martes, 4 de noviembre de 2014

Hombre frío, hombre cálido

De pronto llegó la lluvia. Y el frío. De un día para otro, la apariencia lisa y azul que confería la luz del sol a la capa de gases que nos rodea se transformó en un manto ondulado de nubes blancas y grises. Sopló el viento, cayeron algunas gotas y refrescó el ambiente. Por fin pude dar buen uso de la cazadora que compré hace más de un mes aprovechando los últimos coletazos de las rebajas. Hasta ahora, solo había colgado de mi brazo alguna noche en que salí con la ilusión de que hiciera frío. Ilusión insatisfecha. Desilusión.

Pero todo llega. Un breve paseo bastó para celebrarlo. Una brisa que comenzaba a coger fuerza movía a un tiempo las ramas de los árboles y mi pelo, ya de por si rebelde. Las nubes atenuaban las últimas luces del día y las farolas empezaban a llenar las calles de artificiales tonos naranjas.  Y mi cuerpo disfrutaba del agradable contraste entre el fresco de la cara y las manos y la calidez que da un pantalón y unas mangas largas.

La noche fue peor. O mejor, según se mire. Desde el ventanal de mi estudio contemplaba la lluvia caer. El semáforo de la esquina, normalmente tapado por los árboles, se reflejaba cada vez con más fuerza en la capa de agua que cubría la acera y la habitación comenzó a iluminarse, de forma alterna, con tonos verdes y rojos. Y yo disfrutaba de la escena escuchando música y pensando lo bien que se estaba dentro de casa mientras el invierno asomaba detrás del cristal.

Sirva todo esto para explicar que, en realidad, a los que nos gusta el frío nos encanta también el calor. Pero un calor controlado, confortable. No el de los 40 grados a la sombra. El frío se disfruta desde la comodidad del jersey y los guantes, desde la seguridad de saber que en casa te está esperando un caldo calentito, una estufa y una manta para echarte por encima en el sofá. Sin embargo, con el calor no ocurre lo mismo. Un aire acondicionado alivia el sofocón, pero a la larga es desagradable. Una cerveza helada entra muy bien, pero la satisfacción dura poco. Y si después de la primera, para prolongar la sensación de bienestar, llegan la segunda, la tercera y la de no me acuerdo cuántas van… Ya sabéis cómo acaba todo.

La latitud y el cambio climático nos dan un invierno digno de disfrutar. Después de una noche pasada por agua, la calle amanece seca y las nubes pelean con los claros a ver quién puede más. Todavía se puede pasear al sol, tender la ropa al viento y disfrutar de un día luminoso. Hasta que llegue la noche y, con ella, el momento de refugiarse del frío y de la oscuridad en el salón de casa o acodado en la barra de un bar. Cada cual que elija.