De pronto llegó la lluvia. Y
el frío. De un día para otro, la apariencia lisa y azul que confería la luz del
sol a la capa de gases que nos rodea se transformó en un manto ondulado de
nubes blancas y grises. Sopló el viento, cayeron algunas gotas y refrescó el
ambiente. Por fin pude dar buen uso de la cazadora que compré hace más de un
mes aprovechando los últimos coletazos de las rebajas. Hasta ahora, solo había
colgado de mi brazo alguna noche en que salí con la ilusión de que hiciera
frío. Ilusión insatisfecha. Desilusión.
Pero todo llega. Un breve
paseo bastó para celebrarlo. Una brisa que comenzaba a coger fuerza movía a un
tiempo las ramas de los árboles y mi pelo, ya de por si rebelde. Las nubes
atenuaban las últimas luces del día y las farolas empezaban a llenar las calles
de artificiales tonos naranjas. Y mi
cuerpo disfrutaba del agradable contraste entre el fresco de la cara y las
manos y la calidez que da un pantalón y unas mangas largas.
La noche fue peor. O mejor,
según se mire. Desde el ventanal de mi estudio contemplaba la lluvia caer. El
semáforo de la esquina, normalmente tapado por los árboles, se reflejaba cada
vez con más fuerza en la capa de agua que cubría la acera y la habitación comenzó
a iluminarse, de forma alterna, con tonos verdes y rojos. Y yo disfrutaba de la
escena escuchando música y pensando lo bien que se estaba dentro de casa
mientras el invierno asomaba detrás del cristal.
Sirva todo esto para explicar
que, en realidad, a los que nos gusta el frío nos encanta también el calor.
Pero un calor controlado, confortable. No el de los 40 grados a la sombra. El
frío se disfruta desde la comodidad del jersey y los guantes, desde la
seguridad de saber que en casa te está esperando un caldo calentito, una estufa
y una manta para echarte por encima en el sofá. Sin embargo, con el calor no
ocurre lo mismo. Un aire acondicionado alivia el sofocón, pero a la larga es desagradable.
Una cerveza helada entra muy bien, pero la satisfacción dura poco. Y si después
de la primera, para prolongar la sensación de bienestar, llegan la segunda, la
tercera y la de no me acuerdo cuántas van… Ya sabéis cómo acaba todo.
La latitud y el cambio
climático nos dan un invierno digno de disfrutar. Después de una noche pasada
por agua, la calle amanece seca y las nubes pelean con los claros a ver quién
puede más. Todavía se puede pasear al sol, tender la ropa al viento y disfrutar
de un día luminoso. Hasta que llegue la noche y, con ella, el momento de
refugiarse del frío y de la oscuridad en el salón de casa o acodado en la barra
de un bar. Cada cual que elija.
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