miércoles, 6 de mayo de 2015

Tintín en los Balcanes (IV) - Road Trippin'

Los Balcanes no se caracterizan especialmente por la calidad de sus carreteras. Sin embargo, la accidentada orografía de la zona hace que los propios trayectos sean una oportunidad para encontrar paisajes interesantes. Desde pequeño me ha encantado un buen viaje en coche y, como hace años que no lo practico muy a menudo, cada vez los aprecio más. Pero quizá los conductores, después de curvas, cuestas y baches, no sean de la misma opinión.


La primera experiencia curiosa son las fronteras. Acostumbrado, últimamente, a entrar en cualquier país a través del control de pasaportes de cualquier aeropuerto –o, si hago un poco más de memoria, por grandes pasos como La Junquera o Ventimiglia- mostrar tu pasaporte a un hombre que espera sentado tranquilamente en una casetilla en medio de una enorme pradera se hace extraño. No sé si es casualidad, pero son especialmente las dos fronteras de Bosnia que he atravesado. El paso fronterizo de Herzeg Novi entre Montenegro y Croacia, que he pasado ya unas cuantas veces, es bastante más decente.

Otra gran sorpresa ha sido el trayecto entre Mostar y Sarajevo. La carretera transcurre entre dos montañas que forman un estrecho valle en el que apenas hay sitio para la carretera y un río. De repente, el paisaje se abre y da paso a un gran lago, a cuyo alrededor se asientan, dispersas, algunas casas. El atardecer, que nos sorprende en el camino, aporta una luz rosada que pone la guinda a la postal.

Pero no todo es tan bucólico. En un punto del camino de Sarajevo a Dubrovnik empezamos a ver a un lado de la carretera una valla que impide ir más allá de la cuneta y una serie de carteles rojos. Son advertencias de que esa zona está plagada de minas. Veinte años después del final de la guerra de los Balcanes, aún quedan en la zona no sé cuántas minas sin explotar, por lo que se recomienda a los visitantes que no se salgan de los caminos asfaltados –que ya sí están limpios– a no ser que vayan con un guía de la zona. Lo había leído muchas veces y siempre pensé que eran las típicas historias de miedo para los turistas. Pero aquellos letreros me parecieron bastante creíbles.


Aun así, el camino sigue reservando sorpresas positivas. La primavera, que ha pintado toda la zona de verde después de un invierno que se me ha hecho más largo que nunca, y la luz del sol en un cielo azul son los complementos perfectos para pequeños pueblos –grupos de entre tres y diez casas– cuyo nombre es imposible de recordar y que se asientan en cualquier zona llana entre las incontables montañas de la península balcánica. No creo que sean un destino como para alquilar una casa rural toda una semana, pero sí que merecerían una parada y algo más de tiempo del que les pudimos dedicar.

Y, aunque la primavera ha llegado, aún quedan rastros del invierno. Atravesando las pocas llanuras que encontramos en el camino, se ven a lo lejos las cumbres nevadas de los Alpes Dináricos, que nos recuerdan que hace apenas dos semanas el tiempo no era tan bueno como el que estamos teniendo nosotros.


martes, 5 de mayo de 2015

Tintin en los Balcanes (III) - Mostar

Mostar es una de esas ciudades balcánicas cuyo nombre se hizo tristemente famoso por la guerra. La destrucción de su puente, de más de cuatro siglos de antigüedad, fue un símbolo de las consecuencias del conflicto y la reconstrucción del mismo pretende también ser un símbolo del resurgimiento de Bosnia tras la paz.

En la mente del viajero, el nombre de Mostar va ligado indefectiblemente a su puente, así que ese es nuestro primer objetivo al llegar allí. Sin embargo, el paraje donde se enclava la ciudad, al pie de un valle atravesado por el río Neretva, tampoco está nada mal.


Las primeras construcciones –bares de carretera y caserones aislados- comienzan varios kilómetros antes de llegar al centro urbano. Poco a poco, la carretera se convierte en una avenida, por llamarla de algún modo, flanqueada por edificios de no más de cuatro plantas. Ni rastro de que aquello pueda ser una ciudad histórica. Sin embargo, dos o tres señales marrones indican el camino para llegar a los lugares de interés.

Como era de esperar, el puente y las dos calles que parten de cada uno de sus extremos acogen a la mayoría de turistas que pasan por la ciudad y constituyen la zona más ambientada. Sin embargo, todo me resulta demasiado artificial: muchas tiendas, muchos recuerdos y demasiada gente extraña. No hay ni rastro de lo que pudiera ser la vida cotidiana de la ciudad. Quizá lo más interesante es la vista desde el puente. Como suele pasar con tantos otros ríos, el Neretva es una franja de aire libre dentro del casco urbanoi y permite contemplar una panorámica de este, en el que sobresalen las cúpulas y los minaretes de las decenas de mezquitas que jalonan la ciudad.

El entorno se vuelve más auténtico si se dobla una esquina y se sale de la zona comercial. De vuelta a la calle por la que transcurre la carretera general, no hace falta esforzarse mucho para encontrar impactos de proyectiles en las fachadas de los edificios. Algunos se mantienen en pie y están aún habitados. Otros solo conservan su fachada, pero están completamente vacíos por dentro.

En los bajos de los primeros, hay algunos comercios locales que también llaman nuestra atención. Una tienda de moda, una barbería, pero en especial un bar de esos de paredes color crema, que seguramente un día fueron blancas pero se han ido ganando su tono actual con el paso de los años; clientela fiel, por supuesto exclusivamente masculina; y ambiente rancio.

Una vez saciada nuestra necesidad de adentrarnos en la Bosnia profunda –aunque a lo largo de los días comprendemos que esto no es nada– volvemos al puente y lo miramos con otros ojos. Después del desencanto inicial –más motivado, por otra parte, por las calles aledañas que por el propio puente– me quedo con la impresión de que es una pieza más del desordenado puzle que compone Mostar, entre sus casas viejas, sus nuevas construcciones, sus mezquitas y sus solares vacíos. 

lunes, 4 de mayo de 2015

Tintin en los Balcanes (II) - Sarajevo y la guerra

Recuerdo que a mediados de los 90, recién terminado el conflicto en los Balcanes, se puso de moda lo que se dio en llamar el turismo de guerra. Se trataba de conocer de primera mano la barbarie que habían dejado los bombardeos y los combates recorriendo esos lugares que se habían hecho tristemente famosos gracias a las informaciones que nos llegaban por televisión de lo que pasaba en la antigua Yugoslavia. Después de sufrir un asedio de tres años, Sarajevo se convirtió en un punto clave para los viajeros que se decantaban por esta opción.

Hace tiempo que no oigo el concepto como tal, pero la actitud sigue ahí. De hecho, no puedo negar que yo mismo llego a Sarajevo con cierta curiosidad, que puede calificarse de histórica o morbosa según quien la defina. Supongo que la causa está en que, para mi generación, la guerra de los Balcanes es quizá la más cruenta desde que nacimos y, sobre todo, la que más cerca de nuestras fronteras se ha desarrollado.

Y como existe la demanda, hay también oferta. Sarajevo sigue estando preparada para recibir este tipo de turismo. Nuestra primera parada es el Museo del Túnel. En una pequeña casa junto al aeropuerto se encuentran los últimos metros de un pasadizo de algo menos de un kilómetro que, durante el sitio de Sarajevo, sirvió para abastecer la ciudad desde el exterior. Además de hacer un pequeño recorrido por lo que queda de túnel, que me hace sentir por unos momentos como Steve McQueen en La gran evasión, la casa está llena de vídeos, fotos y materiales que recuerdan a importancia estratégica del pequeño pasadizo. Lo más impactante, por cómico, es la imagen de un comerciante de la ciudad atravesando el túnel con una cabra, seguramente para matarla y vender su carne a precio de oro a los desabastecidos habitantes de Sarajevo. Sin embargo, es fácil entender que lo más común era el tránsito de armas y alimentos.

Otro símbolo de la guerra es la Biblioteca de Sarajevo. Hoy día es un edificio completamente restaurado, pero en su interior encontramos una exposición de fotografías de la ciudad en las que, como no, la guerra está muy presente. Parados frente a una de ellas, una mujer de unos 60 años se nos acerca y nos explica que es la línea roja, un curioso homenaje en el que una avenida de la ciudad se llena de sillas rojas, una por cada una de las personas que fallecieron durante el sitio de Sarajevo. Con la confianza que da una breve conversación en la que se interesa por saber de dónde venimos, cuántos días estaremos y qué nos está pareciendo la ciudad, nos atrevemos a preguntarle si vivía allí durante los años del sitio. “Fue terrible. No podríais entenderlo”. Y con esa respuesta, escueta y llena de significado a la vez, se despide y se aleja con rostro triste.



De vuelta a las calles, el centro de Sarajevo está salpicado de cientos de pequeños detalles que recuerdan a la guerra. Entre ellos, llaman rápidamente la atención las rosas de Sarajevo, poético nombre que esconde una realidad bastante desagradable. Los miles de proyectiles que cayeron sobre la ciudad dejaron suelos y paredes llenos de agujeros de todos los tamaños. Muchos de ellos fueron tapados para nivelar el terreno con resina roja. El resultado es que, veinte años después, uno va caminando por la calle y a lo lejos ve una mancha roja sobre la carretera. Y entonces sabes que un día ahí cayó una bomba.