Recuerdo que a
mediados de los 90, recién terminado el conflicto en los Balcanes, se puso de
moda lo que se dio en llamar el turismo de guerra. Se trataba de conocer de
primera mano la barbarie que habían dejado los bombardeos y los combates
recorriendo esos lugares que se habían hecho tristemente famosos gracias a las
informaciones que nos llegaban por televisión de lo que pasaba en la antigua
Yugoslavia. Después de sufrir un asedio de tres años, Sarajevo se convirtió en
un punto clave para los viajeros que se decantaban por esta opción.
Hace tiempo que
no oigo el concepto como tal, pero la actitud sigue ahí. De hecho, no puedo
negar que yo mismo llego a Sarajevo con cierta curiosidad, que puede
calificarse de histórica o morbosa según quien la defina. Supongo que la causa
está en que, para mi generación, la guerra de los Balcanes es quizá la más
cruenta desde que nacimos y, sobre todo, la que más cerca de nuestras fronteras
se ha desarrollado.
Y como existe la
demanda, hay también oferta. Sarajevo sigue estando preparada para recibir este
tipo de turismo. Nuestra primera parada es el Museo del Túnel. En una pequeña
casa junto al aeropuerto se encuentran los últimos metros de un pasadizo de
algo menos de un kilómetro que, durante el sitio de Sarajevo, sirvió para
abastecer la ciudad desde el exterior. Además de hacer un pequeño recorrido por
lo que queda de túnel, que me hace sentir por unos momentos como Steve McQueen
en La gran evasión, la casa está llena de vídeos, fotos y materiales que
recuerdan a importancia estratégica del pequeño pasadizo. Lo más impactante,
por cómico, es la imagen de un comerciante de la ciudad atravesando el túnel
con una cabra, seguramente para matarla y vender su carne a precio de oro a los
desabastecidos habitantes de Sarajevo. Sin embargo, es fácil entender que lo
más común era el tránsito de armas y alimentos.
Otro símbolo de
la guerra es la Biblioteca de Sarajevo. Hoy día es un edificio completamente
restaurado, pero en su interior encontramos una exposición de fotografías de la
ciudad en las que, como no, la guerra está muy presente. Parados frente a una
de ellas, una mujer de unos 60 años se nos acerca y nos explica que es la línea
roja, un curioso homenaje en el que una avenida de la ciudad se llena de sillas
rojas, una por cada una de las personas que fallecieron durante el sitio de
Sarajevo. Con la confianza que da una breve conversación en la que se interesa
por saber de dónde venimos, cuántos días estaremos y qué nos está pareciendo la
ciudad, nos atrevemos a preguntarle si vivía allí durante los años del sitio.
“Fue terrible. No podríais entenderlo”. Y con esa respuesta, escueta y llena de
significado a la vez, se despide y se aleja con rostro triste.
De vuelta a las
calles, el centro de Sarajevo está salpicado de cientos de pequeños detalles
que recuerdan a la guerra. Entre ellos, llaman rápidamente la atención las
rosas de Sarajevo, poético nombre que esconde una realidad bastante
desagradable. Los miles de proyectiles que cayeron sobre la ciudad dejaron
suelos y paredes llenos de agujeros de todos los tamaños. Muchos de ellos
fueron tapados para nivelar el terreno con resina roja. El resultado es que,
veinte años después, uno va caminando por la calle y a lo lejos ve una mancha
roja sobre la carretera. Y entonces sabes que un día ahí cayó una bomba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario