miércoles, 26 de septiembre de 2018

Tintin en Islandia (II) - Las luces del norte

El color vuelve momentáneamente a los diarios de Tintin porque no se me ocurre otra manera mejor de compartir con vosotros una de las grandes maravillas de la naturaleza. Aunque he leído sobre el tema, aún no me siento capaz de explicar qué es exactamente una aurora boreal. Eso sí, puedo decirlos que verla es una experiencia inolvidable.


Estoy en Hvammstangi, una pequeña localidad en el noroeste de Islandia. Por primera vez en muchos días, la noche se presenta despejada. Lo primero es consultar la web que predice la posibilidad de ver auroras esa noche en las distintas regiones del país. Parece que hay posibilidades.  Así que, en torno a medianoche, me pongo toda la ropa de abrigo que tengo a mano y salgo del apartamento. 

Las calles están desiertas. No pasa ni un coche y, por supuesto, no hay ni una persona a la vista. Sin embargo, hay muchísimas farolas y eso impide ver el cielo con claridad. Así que me dirijo al puerto. Para evitar cualquier foco de luz, me resguardo en la parte trasera del edificio de la oficina de turismo, prácticamente a oscuras. Hay algunas nubes y a lo lejos, sobre el fiordo, se ve un leve resplandor blanco, pero podría ser cualquier cosa. 

Apoyo mi cámara en un aparato de aire acondicionado que sobresale del edificio para tomar una foto de larga exposición. Lo que al ojo humano era blanco, el sensor lo capta como una luz verde. Quizá sea algo. Pero, a pesar de toda la ropa que llevo encima, hace demasiado frío allí. Así que decido buscar un nuevo emplazamiento. 

Camino en paralelo a la costa en busca de otro punto de oscuridad. Y lo encuentro junto a una obra, en una mesa de madera un poco apartada de las farolas de la calle. Apoyo de nuevo la cámara y vuelvo a probar. El leve resplandor se va convirtiendo en un rayo de luz más alargado. Y de un verde más intenso. Poco a poco, se va haciendo perceptible a simple vista. Y, tan solo unos minutos más tarde, comienza el espectáculo. 


Sigue haciendo mucho frío, pero me quito el gorro y los guantes para elevar el objetivo y conseguir que apunte al cielo mientras la cámara aún está apoyada contra la mesa. El rayo verde comienza a avanzar y se contonea de un lado para otro. Las pocas nubes que había se han disipado y dejan ver otro rayo que se une a su compañero y comienza a colorear todo el cielo de verde. De pronto, el primero se tiñe de rosa y empieza a dibujar con rapidez una amplia espiral sobre mí. Parece que cayeran pequeñas chispas del cielo, pero no son más que diminutos destellos que se producen entre los grandes colores. 


Y, de repente, todo se calma de nuevo sobre mí. Veo las luces alejarse tierra adentro. Viajan por encima del pueblo y, a pesar de las farolas, son perfectamente perceptibles. Es entonces cuando empiezo a darme cuenta de lo que he visto. Y lo recreo en mi mente una y otra vez, como si tratara de grabarlo en mi memoria para que no se vaya nunca.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Tintin en Islandia (I) - La nada

Islandia reúne en una superficie aproximadamente cinco veces menor que España una cantidad de paisajes increíbles y difíciles de encontrar en otras latitudes: hay volcanes aún cubiertos por lava humeante, enormes glaciares, llanuras totalmente teñidas de negro, géiseres, todo tipo de cascadas, playas a cuyas orillas llegan pequeños icebergs empujados por las olas...


Recorrer el país es enfrentarse a continuas sorpresas. Cuando uno se pone en carretera, se enfrenta a un paisaje árido, de una vegetación amarillenta que parece quemada por las bajas temperaturas que sufre durante todo el año. Sin embargo, después de cualquier curva puede aparecer alguna de las maravillas que detallaba al principio. La propia carretera puede ser una sorpresa. Más allá de los alrededores de la capital, Reikiavik, desaparecen las autopistas y el viajero se encuentra carreteras que, aunque están en bastante buen estado por lo general, no llegarían al nivel de una nacional en otro país europeo. Además, puede ocurrir que de pronto la vía se convierta en una camino de tierra o un carril de grava. 

Y es que los rastros de civilización son escasos en el país. Con una densidad de población que no llega a los 4 habitantes por kilómetro cuadrado, ver una casa por la carretera es casi una anécdota. A partir del tercer día de viaje empezamos a encontrar núcleos de población que se acercan más a nuestro concepto de pueblo. Están junto al mar y, a juzgar por los pequeños barcos atracados en sus puertos, se dedican principalmente a la pesca. 

Sin embargo, apenas se aprecian señales de vida en sus calles. Los escasos rincones de mayor actividad son los supermercados, las gasolineras (que a veces contienen el supermercado) y la tienda de licores, único lugar donde se pueden comprar bebidas alcohólicas con más de 2,25 grados. A pesar del buen tiempo – 10 grados y cielos parcialmente despejados – no hay por la calle personas paseando, niños jugando o animales domésticos que caminen junto a sus dueños.

Por eso, el trato con los nativos es mínimo. Y, cuando lo hay, es tan breve, tan seco, que hay poco que decir de él. La mayoría responde con monosílabos o frases muy cortas. Y, mientras lo hacen , apenas se percibe expresión en sus rostros. Supongo que el frío hace mella en el carácter. Y, sabiendo el frío que hace en septiembre, no quiero ni siquiera imaginar lo que debe ser pasar un año, una vida, en aquel mundo de hielo. Eso sí, pasar unos días allí merece muchísimo la pena. Basta con planteárselo como un viaje al desierto, un desierto con mucha agua y vegetación.