lunes, 24 de septiembre de 2018

Tintin en Islandia (I) - La nada

Islandia reúne en una superficie aproximadamente cinco veces menor que España una cantidad de paisajes increíbles y difíciles de encontrar en otras latitudes: hay volcanes aún cubiertos por lava humeante, enormes glaciares, llanuras totalmente teñidas de negro, géiseres, todo tipo de cascadas, playas a cuyas orillas llegan pequeños icebergs empujados por las olas...


Recorrer el país es enfrentarse a continuas sorpresas. Cuando uno se pone en carretera, se enfrenta a un paisaje árido, de una vegetación amarillenta que parece quemada por las bajas temperaturas que sufre durante todo el año. Sin embargo, después de cualquier curva puede aparecer alguna de las maravillas que detallaba al principio. La propia carretera puede ser una sorpresa. Más allá de los alrededores de la capital, Reikiavik, desaparecen las autopistas y el viajero se encuentra carreteras que, aunque están en bastante buen estado por lo general, no llegarían al nivel de una nacional en otro país europeo. Además, puede ocurrir que de pronto la vía se convierta en una camino de tierra o un carril de grava. 

Y es que los rastros de civilización son escasos en el país. Con una densidad de población que no llega a los 4 habitantes por kilómetro cuadrado, ver una casa por la carretera es casi una anécdota. A partir del tercer día de viaje empezamos a encontrar núcleos de población que se acercan más a nuestro concepto de pueblo. Están junto al mar y, a juzgar por los pequeños barcos atracados en sus puertos, se dedican principalmente a la pesca. 

Sin embargo, apenas se aprecian señales de vida en sus calles. Los escasos rincones de mayor actividad son los supermercados, las gasolineras (que a veces contienen el supermercado) y la tienda de licores, único lugar donde se pueden comprar bebidas alcohólicas con más de 2,25 grados. A pesar del buen tiempo – 10 grados y cielos parcialmente despejados – no hay por la calle personas paseando, niños jugando o animales domésticos que caminen junto a sus dueños.

Por eso, el trato con los nativos es mínimo. Y, cuando lo hay, es tan breve, tan seco, que hay poco que decir de él. La mayoría responde con monosílabos o frases muy cortas. Y, mientras lo hacen , apenas se percibe expresión en sus rostros. Supongo que el frío hace mella en el carácter. Y, sabiendo el frío que hace en septiembre, no quiero ni siquiera imaginar lo que debe ser pasar un año, una vida, en aquel mundo de hielo. Eso sí, pasar unos días allí merece muchísimo la pena. Basta con planteárselo como un viaje al desierto, un desierto con mucha agua y vegetación. 

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