martes, 14 de abril de 2015

Tintín en los Balcanes (I) - Despertarse en Dubrovnik

Siete y media de la mañana de un sábado de abril. Algunos rayos de sol se cuelan por una rendija de la contraventana. Aunque Croacia sigue el horario europeo, al estar bastante más al Este que España amanece casi hora y media antes. Por eso, a esta hora ya hay bastante luz. A pesar de que me acosté casi a las cuatro, después de media hora dando vueltas en la cama decido levantarme y salir a disfrutar de la ciudad desde primera hora.

Apenas hace un mes que vine a Dubrovnik por primera vez, pero entonces llovía y no pude disfrutar tanto como hubiera querido. Así que salgo de la habitación sin hacer ruido para no despertar a nadie y me preparo para salir. Se me ocurre que a primera hora no habrá demasiada gente aún en la ciudad vieja y que podré dar un paseo tranquilo. Pero antes de bajar a la calle salgo a la terraza trasera del apartamento en que nos alojamos, de cuya existencia ni siquiera me había percatado cuando llegamos la noche anterior. Estoy en plena ciudad vieja y a mi alrededor puedo ver los tejados de las casas colindantes, algún campanario y el mar, que asoma al final de un callejón y por encima de la muralla.

No son ni siquiera las nueve cuando por fin salgo a la calle. Estoy en un callejón tan estrecho que no cabe la luz del sol. Sin embargo, el azul intenso que tiene hoy el cielo es suficiente para iluminar el escenario. Entre las dos hileras de casas, a lo lejos, se ve el otro lado de la ciudad vieja, que se asienta en las primeras pendientes de la ladera de una montaña.

Después de pasar unos cuantos escalones y pasar por un pequeño arco, llego a la zona más conocida de la ciudad. Para mi sorpresa, y a pesar de lo temprano que es, ya está todo lleno de gente. Varias furgonetas descargan mercancía para las tiendas y bares en plena Placa, la calle principal de la ciudad vieja de Dubrovnik. Manadas de turistas pasean detrás de un pañuelo o una bandera que algún guía local alza y ondea como reclamo. Mi gozo en un pozo, seguramente por culpa del maldito turismo de cruceros y la consecuente masificación de cualquier destino en el que recala. Por suerte, esta joya me coge cerca de casa y seguro que habrá decenas de oportunidades más para volver.

Mi paseo continúa por el puerto. Mientras bordeo la muralla hacia la punta, escuchan a sonar varias campanas para indicar que ya son las nueve y me vuelvo para contemplar la ciudad. Continúo mi camino y llego a la punta, donde el sol ya calienta. No puedo evitar recordar mi anterior visita, cuando las olas rompían con fuerza contra el pequeño espigón y mojaban a cualquier valiente que se acercase demasiado al borde. Hoy, por el contrario, el mar, con un precioso color verdoso, está en calma y tan claro que se distingue cada roca del fondo.


De vuelta al interior de las murallas, en una de las plazas, entre los edificios y los suelos de piedra casi blanca, encuentro un pequeño mercado callejero. Los puestos son mesas de madera resguardadas bajo sombrillas publicitarias de alguna marca de refresco. Una anciana vestida completamente de negro atiende un puesto de verduras. Más adelante, un hombre de mediana edad con pantalón vaquero y la chaquetilla de un chándal desabrochada vende botes de miel y mermeladas. Eso me recuerda que aún no he desayunado, así que entro en una pastelería al borde de la misma plaza y me compro un dulce con el que saciar mi apetito.

Ya con el estómago calmado, sigo caminando, subiendo escaleras y mirando todo lo que me rodea. Mientras lo hago, me viene a la cabeza un pensamiento: hasta hace menos de diez años ni siquiera sabía de la existencia de esta ciudad y hoy me está pareciendo un lugar maravilloso.