lunes, 9 de septiembre de 2019

Tintin en China (V) - Geografía china de segundo

Guilin es una pequeña ciudad de cuatro millones de habitantes al sur de China. Aunque su población se asemeja a la de cualquier capital europea, aquí es un nombre más en el extenso mapa del país. Eso nos permite ver una China más real, más china. Lo que en Pekín o Shanghai son grandes avenidas, ocupadas por tiendas de grandes firmas europeas y americanas, aquí es una pequeña calle peatonal en la que cada noche se instala un mercado de artesanía local. Los camareros no saben ni siquiera decir hello y se limitan a esperar que les señales en la carta qué quieres comer. Y los mercaderes callejeros se valen de sus calculadoras para indicar a los pocos turistas occidentales los precios de sus productos. 


El escaso patrimonio artístico del lugar se reduce a dos pagodas gemelas que se levantan en el centro de un lago. Las rodea un parque agradable para pasear a media tarde. Por la noche, unas bombillas de las que antes no me había percatado iluminan los árboles con colores estridentes. Por lo demás, los edificios del centro de la ciudad, de no más de cinco plantas, antiguos y comidos por el humo y la suciedad, no tienen el más mínimo interés. Solo el de caminar por un lugar extraño, anodino. 

Es uno de esos lugares de los que no había oído hablar hasta que comencé a preparar este viaje. Pero Guilin se ha hecho popular entre los turistas por ser la puerta de entrada a dos maravillas naturales del sur de China: los arrozales de Longji y las formaciones cársticas que rodean el curso del río Li. 

Igual que Guilin, hay cientos de ciudades chinas de las que poco se sabe más allá de sus fronteras y, quizá, incluso dentro de ellas. No creo que ni siquiera los niños chinos tengan que aprender a situar en el mapa todos estos lugares el primer año que estudian geografía. Me llaman la atención cuando viajamos en tren de Pekín a Xi’an. En la distancia, diviso por la ventana decenas de edificios viviendas de veinte o treinta plantas, todos idénticos, que se aglutinan ordenadamente cerca de las vías. La escena se repite al menos una decena de veces en las más de cinco horas que pasamos en el vagón. Mientras, la megafonía anuncia nombres de estaciones que no me dicen nada, a pesar de que la locutora lo hace en un inglés bastante decente.

Desde mi asiento, me pregunto cómo será la vida en un lugar así. Parecen ciudades creadas hace no más de 30 años y con ninguna personalidad. Hileras de torres de viviendas idénticas rodeadas por grandes avenidas que no parecen llevar a ninguna parte. Ni una plaza, ni un lugar de encuentro a la vista. A lo lejos aparecen algunas fábricas, centrales eléctricas y otras construcciones industriales. Evidentemente, ellas son la razón, quizá la única, de que esta gente viva aquí. 

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Tintin en China (IV) - Dragones

Un telesilla nos lleva hasta lo alto de la Gran Muralla. Mientras nuestros pies cuelgan sobre un denso bosque y una fina lluvia cae sobre nosotros, vamos divisando entre las nubes más bajas las primeras piedras de la interminable fortificación. La Gran Muralla China es uno de esos monumentos de los que llevo oyendo hablar toda mi vida, así que este ha sido uno de los grandes momentos del viaje. Y la lentitud de nuestro transporte, que nos acerca poco a poco durante diez minutos interminables, no hace más que añadirle un poco de emoción. 


Cuando volvemos a poner pie a tierra, nos encontramos ante una infinita sucesión de tramos de muro y torres de vigilancia que serpentean sobre el escarpado relieve de la zona y se pierden entre las nubes. No se parece en nada a las grandes fortalezas europeas que había visitado hasta ahora, la mayoría edificadas para delimitar un recinto cerrado y asentadas en una llanura o, a veces, en lo alto de una montaña. Aquí hay escaleras y cuestas más o menos empinadas, pero apenas ningún espacio llano. 

Algunos dicen que la Muralla parece un dragón recorriendo las montañas del norte de China. De hecho, una leyenda local cuenta que el trazado exacto de su construcción se decidió siguiendo las huellas de un gran dragón que había atravesado la zona.    

Mientras otras culturas han construido sus animales mitológicos a base de mezclar especies, ponerles cuernos o alas, los chinos tiraron la casa por la ventana y eligieron un bicharraco alargado, con alas y que echa fuego por la boca. Y no solo lo usaron en antiguas leyendas, sino que sigue de algún modo presente en la actualidad. 


Varios miles de kilómetros más al sur se encuentra otro de los paisajes más característicos del país: las terrazas de arroz de Longji. La forma en la que la mano humana ha modelado el paisaje para facilitar el cultivo ofrece una estampa sencillamente impresionante. 

Varios miradores ofrecen postales únicas del lugar. Desde ellos se divisa perfectamente cómo los bancales se incrustan en las laderas del valle y hacen de la superficie de las montañas un tapiz verde lleno de pronunciados surcos. Precisamente por ese aspecto, la zona recibe el nombre del Espinazo del Dragón.  

domingo, 1 de septiembre de 2019

Tintin en China (III) - La niebla

Hay lugares donde la niebla se encaja entre las montañas y ayuda a crear un paisaje más misterioso. En Pekín, sin embargo, la impresión es la de un mundo postapocalíptico tipo Blade Runner. El primer día puede pasar por un fenómeno meteorológico, pero el tono apagado que el sol va adoptando a media tarde hace sospechar que aquello es humo y no vapor de agua. 


Después de recorrer la ciudad por unas horas, se hace evidente que el tráfico es uno de los principales problemas de la capital china. A pesar de que los cientos de miles de motos que circulan indistintamente por calzadas o aceras son eléctricas y no hacen apenas ruido, poniendo en riesgo a cada minuto la vida de los indefensos transeúntes, que no las oyen venir; a pesar de las interminables hileras de bicicletas de alquiler que se ofrecen en cada esquina, el coche es el rey en Pekín. Y las consecuencias de tanto motor de combustión se dejan notar en cualquier esquina de la gran metrópoli. 

Los llamativos colores de la arquitectura tradicional china echan de menos el contraste de un cielo azul. Desde la altura que proporcionan la Colina del Carbón o alguna de las torres de la ciudad, el horizonte se desdibuja dentro de una bruma densa que cae sobre las calles de la ciudad. Y ese aire espeso, oscuro, denso acaba cayendo sobre los pekineses, sus casas y cualquier cosa que comen. 


Pero, cual adolescente despreocupado, China está más interesada en crecer que en cuidarse. Por eso, no parece que nadie se dedique a medir y controlar las emisiones, no solo de los vehículos, sino de las innumerables fábricas que rodean las ciudades. Eso sí, los chinos de a pie lucen mascarillas de todos los modelos y colores, así que ya imaginan que aquella nube de humo en la que viven inmersos no es muy buena. 

domingo, 18 de agosto de 2019

Tintin en China (II) - La noche pekinesa

Las noches en Asia siempre tienen una mágia especial. Y Pekín no podía ser una excepción. Desde sus barrios más pintorescos hasta los más occidentalizados, la vida bulle por sus calles de forma imparable. 

Nuestra primera noche en la ciudad la pasamos en la zona de Qianmen, un barrio de casas bajas y calles estrechas al sur de la plaza de Tiananmen. La calle principal, por la que transita un viejo tranvía rehabilitado para deleite de los turistas, es la más moderna y también la más artificial, pero basta adentrarse por cualquier bocacalle para que el escenario cambio totalmente: los artesanos modelan a martillazos en las puertas de sus tiendas las piezas que luego venderán a sus clientes, los camareros tratan de atraer a los transeúntes más hambrientos hacia sus restaurantes a voz en grito y los motoristas se abren paso entre la multitud haciendo sonar sus ahogadas bocinas. Conforme nos alejamos de la arteria principal del barrio las luces de colores de los negocios son más intensas y el pavimento va desapareciendo poco a poco hasta que nos encontramos caminando por una calle de tierra. Pero a nadie parece importarle porque la densa muchedumbre impide ver el suelo. 


No muy lejos de allí, a no más de cinco paradas de metro, está la calle Wangfujin. Luces, grandes pantallas de televisión y las tiendas de las principales marcas occidentales copan esta avenida que, de no ser por los grandes caracteres chinos de sus carteles, podría confundirse con la zona comercial de cualquier gran ciudad europea o, más bien, americana. Nuestro hotel está en el número 2, así que vamos caminando hacia el sur y nos vamos dejando sorprender por las extravagancias que nos aguardan en Wangfujin. 
A lo lejos nos llega una música y, al acercarnos, encontramos a un grupo formado por alrededor de una decena de personas, sobre todo mujeres, bailando e intentando mover con gracia unos abanicos multicolores. Me ahorro más valoraciones. Acera abajo hay más grupos representando diversas coreografías. Algunos van uniformados. Y precisamente por eso es más fácil reconocer a los transeúntes que se animan a unirse al baile. 

Para despedirnos de la ciudad, en nuestra última noche decidimos ir a cenar pato al estilo pekinés a uno de sus hutongs, nombre con el que denominan a sus barrios más típicos. Ya habíamos visitado la zona otra mañana, pero por la noche todo es diferente: las típicas lámparas chinas lucen ya encendidas en las puertas de muchos de sus locales, las motos circulan entre el gentío con sus luces apagadas y las parejas de recién casados que encontramos en horario diurno haciéndose sus fotos de boda se retiran a casa a encargarse de otros menesteres y dejan su lugar a pandillas de solteros que buscan guerra en los karaokes y bares de copas de la zona. Toda una postal que nos parece la guinda perfecto para despedirnos de la ciudad.

Pero la noche pekinesa aún nos guardaba una sorpresa: el metro para antes que la vida nocturna, así que cuando llegamos a la estación más cercana descubrimos que el último tren acaba de pasar. Casualmente, o más bien no, decenas de taxis de esos que no llevan el indicador de taxi empiezan a pasar por la zona. Después de rechazar a unos cuantos por sus malas pintas, incluido un anciano que nos ofrece llevarnos en un motocarro cuya parte trasera ha acondicionado con unos cojines de flores rojas y blancas, nos ponemos en manos de uno que parece buena persona. Ya… Y, fruto de su bondad, nos cobra solo cuatro o cinco veces lo que sería una carrera normal para ese trayecto. Pero, a pesar de todo, la broma sale más barata que un taxi para volver a casa cualquier noche en Sevilla. Sin rencor. 

martes, 13 de agosto de 2019

Tintin en China (I) - Primeras impresiones

Pekín apabulla desde el primer minuto: las grandes calles, que bien podrían ser autopistas por la cantidad de carriles y la densidad del tráfico; las estaciones de metro, que son auténticos laberintos subterráneos en los que hacen falta diez minutos o más para llegar desde la calle a los andenes; o el intenso calor que ahoga la ciudad a finales de julio no la hacen el destino más acogedor. 


Pero, al mismo tiempo, la ciudad tiene algo que te hace querer ir más allá y aprender un poco más. La primera visita del día nos lleva al Templo del Cielo, un edificio circular con una colorida decoración que llama especialmente la atención de los ojos occidentales, acostumbrados por lo general a una arquitectura muy distinta. Al indagar un poco sobre su origen – se construyó en el siglo XV para albergar las plegarias del emperador por un buen tiempo y, más tarde, sus rezos para agradecer la buena cosecha – es fácil imaginarse la vida en este lugar hace cientos de años: llena de costumbres, supersticiones y una rígida estructura social. Y esa chispa de imaginación hace el lugar un poco más mágico.

Ya por la tarde, sentados en la plaza de Tiananmen, sufrimos en nuestras carnes el calor que acumula el suelo aún cuando anochece. A lo lejos, muy lejos – no en vano dicen que es la mayor plaza del mundo –, el retrato de Mao nos contempla impasible. Tras él  se oculta la Ciudad Prohibida, que nos despierta más curiosidad si cabe que el Templo del Cielo. Pero para eso tendremos que esperar hasta mañana. Hoy el día no da para más. Y nuestras fuerzas tampoco. Las pocas que nos quedan las reservamos para hacernos comprender ante los camareros y conseguir comer algo a la hora de la cena.