Guilin es una pequeña ciudad de cuatro millones de habitantes al sur de China. Aunque su población se asemeja a la de cualquier capital europea, aquí es un nombre más en el extenso mapa del país. Eso nos permite ver una China más real, más china. Lo que en Pekín o Shanghai son grandes avenidas, ocupadas por tiendas de grandes firmas europeas y americanas, aquí es una pequeña calle peatonal en la que cada noche se instala un mercado de artesanía local. Los camareros no saben ni siquiera decir hello y se limitan a esperar que les señales en la carta qué quieres comer. Y los mercaderes callejeros se valen de sus calculadoras para indicar a los pocos turistas occidentales los precios de sus productos.
El escaso patrimonio artístico del lugar se reduce a dos pagodas gemelas que se levantan en el centro de un lago. Las rodea un parque agradable para pasear a media tarde. Por la noche, unas bombillas de las que antes no me había percatado iluminan los árboles con colores estridentes. Por lo demás, los edificios del centro de la ciudad, de no más de cinco plantas, antiguos y comidos por el humo y la suciedad, no tienen el más mínimo interés. Solo el de caminar por un lugar extraño, anodino.
Es uno de esos lugares de los que no había oído hablar hasta que comencé a preparar este viaje. Pero Guilin se ha hecho popular entre los turistas por ser la puerta de entrada a dos maravillas naturales del sur de China: los arrozales de Longji y las formaciones cársticas que rodean el curso del río Li.
Igual que Guilin, hay cientos de ciudades chinas de las que poco se sabe más allá de sus fronteras y, quizá, incluso dentro de ellas. No creo que ni siquiera los niños chinos tengan que aprender a situar en el mapa todos estos lugares el primer año que estudian geografía. Me llaman la atención cuando viajamos en tren de Pekín a Xi’an. En la distancia, diviso por la ventana decenas de edificios viviendas de veinte o treinta plantas, todos idénticos, que se aglutinan ordenadamente cerca de las vías. La escena se repite al menos una decena de veces en las más de cinco horas que pasamos en el vagón. Mientras, la megafonía anuncia nombres de estaciones que no me dicen nada, a pesar de que la locutora lo hace en un inglés bastante decente.
Desde mi asiento, me pregunto cómo será la vida en un lugar así. Parecen ciudades creadas hace no más de 30 años y con ninguna personalidad. Hileras de torres de viviendas idénticas rodeadas por grandes avenidas que no parecen llevar a ninguna parte. Ni una plaza, ni un lugar de encuentro a la vista. A lo lejos aparecen algunas fábricas, centrales eléctricas y otras construcciones industriales. Evidentemente, ellas son la razón, quizá la única, de que esta gente viva aquí.
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