jueves, 2 de noviembre de 2017

Tintín en el Lejano Oeste (VI) - Estrellas

Sally llegó desde Misuri soñando con convertirse en una actriz de éxito. Mientras se arrastra de casting en casting, vive de las propinas que le dejan clientes que visitan Hollywood cegados por la fama. La fama de otros, no la de Sally. Lo más cerca que ha estado ella de ese mundo es aquel puesto de trabajo, en una hamburguesería a veinte metros del Dolby Theatre, donde cada año se entregan los Oscar. Lo más parecido a haberse codeado con actores de éxito fue aquella vez que se acostó con el tipo que pasea disfrazado de Darth Vader delante del Teatro Chino para hacerse fotos con los turistas a cambio de unos dólares.


Los Ángeles rebosa glamour en la mente de todo aquel que piensa en ella. El olor del dinero, la luz de las estrellas, los deportivos descapotables que recorren a toda velocidad las largas avenidas flanqueadas por palmeras, las grandes mansiones… Pero Sally no vive en esa ciudad, sino en otra mucho más decadente. El poco dinero que maneja huele a grasa y a patatas fritas. La única estrella con la que se relaciona, y ni siquiera tan a menudo como quisiera, es el sol abrasador que azota la ciudad casi todo el año.  Su mansión particular es la habitación de un viejo apartamento que comparte con otras dos compañeras. Está en un barrio cualquiera, de esos con calles interminables que forman una cuadrícula de construcciones bajas, donde lo mismo encuentras una iglesia, una gasolinera o un almacén de muebles. Lo más parecido a las largas palmeras de Sunset Boulevard son los semáforos que se alzan en cada esquina.


A veces, en su tarde libre, Sally baja a pasear por Beverly Hills. Se pone su mejor modelito y recorre las tiendas de Rodeo Drive. Son muchas las que, como ella, se lucen por allí con vestidos elegantes y a la vez sugerentes. Quién sabe si lo hacen esperando que un Richard Gere salga del hotel Beverly Willshire, al principio de la calle, y las rescate de su vida de mierda. O quizá solo les apetece dar una vuelta por un barrio chic para sentirse parte de aquel mundo. Los precios de las boutiques son prohibitivos, pero en la acera hay, a cada trecho, un puñado de sillas alrededor de una mesa en las que los viandantes pueden sentarse a disfrutar del sol y el ambiente. Eso no cuesta dinero.


De vuelta a Hollywood Boulevard, cae la noche y las luces de tiendas, bares y teatros iluminan las aceras del Paseo de la Fama. Todo el mundo parece tener una estrella allí, desde la gran Marilyn Monroe hasta productores de medio pelo cuyo nombre nadie parece recordar. En realidad, cualquiera puede tener su nombre en una. Hay quienes se ganan la vida recorriendo el lugar con una cesta repleta de letras doradas, dispuestos a escribir en una de las muchas estrellas vacías que aún quedan lo que cualquiera les pida, siempre que tenga dinero para pagarlo. Pero Sally es muy orgullosa para eso. Quiere conseguirlo por méritos propios. Mientras tanto, sirve una hamburguesa más, acompañada con aritos de cebolla y regada con abundante coca-cola en uno de tantos locales de comida rápida de la ciudad de las estrellas. Yo se lo agradezco con una sonrisa y un gesto y, sin más, le hinco el diente a mi última hamburguesa de este periplo americano.

lunes, 30 de octubre de 2017

Tintin en el Lejano Oeste (V) - San Francisco

Sentado en el muelle de la bahía, contemplo la silueta del Bay Bridge, que se recorta contra el cielo, nublado como casi siempre, y se pierde hacia Oakland. Llevaba casi 20 años soñando con viajar a San Francisco. Desde la primera vez que pensé en venir he debido pasar por una veintena de países, he hecho decenas de viajes, pero siempre muy lejos de aquí. Incluso en esta en ocasión he pasado más de una semana desde que aterricé en Los Ángeles recorriendo miles de kilómetros, atravesando desiertos y montañas, antes de llegar. Como los buenos sueños, San Francisco se ha hecho esperar, pero al final lo he logrado.


Y, como no podía ser menos después de tanta expectación, la entrada ha sido a lo grande. Tras atravesar el hermano pequeño de los puentes de la ciudad, nos hemos metido de lleno en las congestionadas calles del distrito financiero. La primera impresión es agobiante: atrapados entre un bosque de rascacielos, con un tráfico que apenas avanza por unas cuestas dignas de una buena etapa ciclista. Pero en pocos minutos la escena cambia y estamos en una larga avenida rodeada por casas bajas que nos lleva hasta una estructura neoclásica de grandes columnas y cúpulas que acoge el palacio de bellas artes de la ciudad.

Algunas webs y guías turísticas dicen que San Francisco es una de las ciudades más europeas de los Estados Unidos. No alcanzo a entender por qué, pero lo que sí es cierto es que está llena de contrastes. Frente a la ciudad moderna que se divisa desde Sausalito, al otro lado de la bahía, San Francisco esconde rincones de lo más pintorescos. High Ashbury acoge a la mayor comunidad hippy que queda en la ciudad. Su presencia va mucho más allá de murales en las paredes con símbolos y consignas. Mientras recorro en autobús la calle principal del barrio, veo cómo van subiendo y bajando personajes de pelo largo, vestimenta harapienta y descuidada higiene personal. Algunos de ellos incluso llevan a sus perros, a los que instalan cómodamente en el pasillo del autobús. Por su edad, apuesto a que alguno de aquellos hermanos y hermanas llegaron a Frisco durante el verano del amor y decidieron quedarse allí.


El ambiente bohemio se pierde conforme uno se acerca a la costa, aunque todavía quedan pinceladas que hacen de una gran ciudad un sitio especial. A pesar del intenso tráfico, los tranvías de madera son los amos de la calle allá por donde pasen. Se paran en el cruce de dos calles y uno de sus conductores, cada convoy lleva dos o tres, baja con una señal de stop y detiene el tráfico mientras la gente cruza entre los coches desde la acera para subir. Y, aunque son uno de los grandes reclamos turísticos, también es frecuente compartir trayecto con algún vecino de la zona. Supongo que pagan otro precio, porque las tarifas son bastante altas, pero nadie se puede resistir al encanto de estos vagones. Menos conocidos, pero igual de llamativos, son el resto de modelos de tranvía que recorren el centro de la ciudad. Por sus líneas y sus colores, tienen la misma estética que el típico coche americano de los años 50. Y el mismo encanto.


Muchos de estos tranvías terminan su recorrido en la zona de los muelles, que se ha convertido en una enorme área comercial para turistas. Entre postales, camisetas y excursiones a Alcatraz, merece la pena destacar los puestos de comida en los que es típico degustar sándwiches o sopas de cangrejo. Aunque por lo general no soy muy fan de esas cosas, debo reconocer que no están nada mal. Entre la música de los locales de la zona y algún artista callejero, se cuela un ruido constante, a cualquier hora del día o la noche. Lo hacen varias decenas de leones marinos, que se han acomodado en unas bateas cercanas al Pier 39 y que hacen las delicias de los turistas. La suya me parece una vida bastante aburrida, pero su lugar de residencia, al borde de la bahía de San Francisco, hace que los envidie un poco. Con gusto me quedaría allí sentado, en el muelle de la bahía, como Otis Redding, mirando como baja la marea y silbando.


Y a lo lejos, contemplándolo todo desde un poco más acá que el horizonte, el Golden Gate Bridge. Un majestuoso armatoste de color rojo intenso que cierra la Bahía y que pasa la mayor parte del tiempo escondido entre la niebla. Todo el que visita San Francisco quiere hacerse una foto con él, de cerca o de lejos, atravesarlo o al menos caminar unos metros sobre su estructura. Yo ya lo he tachado de mi lista de asuntos pendientes. Ahora me toca pensar en mi próximo gran sueño viajero.



miércoles, 18 de octubre de 2017

Tintin en el Lejano Oeste (IV) - Desiertos y montañas

Woody Guthrie, un cantante folk estadounidense que inspiró a otros grandes como Bob Dylan o Springsteen, escribió en 1940 una canción dedicada a su país y a sus gentes. Como buena canción folk, tenía una melodía sencilla y una letra profunda. Se llamaba This land is your land y en ella hablaba con gran admiración de su país, una tierra atravesada por grandes carreteras en la que convivían valles, bosques de secuoyas o desiertos. Seguro que la habéis escuchado alguna vez en alguna de los cientos de versiones que se han hecho desde entonces.

Aunque en este viaje solo he tenido la oportunidad de pasar por cuatro estados, he podido comprobar de cerca lo que hace tres cuartos de siglo cantaba Woody. A menudo, desde Europa achacamos a los norteamericanos que no tienen una gran historia, aunque para ellos parecen ser 200 años de lo más intensos. Pero lo que es indudable es que poseen una riqueza natural increíble. Ni mejor ni peor que la del viejo continente: simplemente muy distinta. 


Sin duda, lo más imponente es el Gran Cañón. Levantas la vista desde cualquiera de sus miradores y ves como en la inmensidad se pierde un paisaje lleno de grietas, abismos y rocas en infinitos tonos rojizos. La erosión ha dejado un sinfín de texturas que siguen más allá del horizonte. En algún momento puedes llegar a perder la noción del tamaño, pero entonces, al fondo de todo, ves un fino hilo de agua y comprendes que es el río Colorado. Así que no puede ser tan fino, sino que más bien se encuentra muy, muy profundo.

Del cañón más grande viajé al más estrecho que he visto nunca. En el noroeste de Arizona está Antelope Canyon, una brecha en una montaña en la que difícilmente puedes extender los brazos en cruz. La escasa luz que entra en el lugar deja ver, esta vez muy de cerca, las líneas que la erosión ha dejado en la roca, que se desbarata apenas con el roce de los dedos. Los rayos del sol se cuelan levemente desde la parte superior del cañón, creando increíbles juegos de luces, sombras y tonos entre marrones y naranjas.


Largas carreteras por parajes desolados me llevan al sur de Utah, donde rocas anaranjadas se adueñan de todo el paisaje. Según la zona, toman diferentes zonas: afilados pináculos, parecidos a las chimeneas de hadas típicas de la Capadocia turca, ocupan los alrededores del Bryce Canyon; huecos en forma de arcos permiten atravesar el parque nacional de Red Canyon; y simples mazacotes de piedra, atravesados por una carretera de asfalto rojo para reducir el impacto visual, conforman el parque nacional de Zion.

Los americanos están muy orgullosos de este patrimonio. Por eso, muchos de ellos aprovechan sus vacaciones, los fines de semana o cualquier día libre que tengan para visitar sus parques nacionales. Hay parejas jóvenes, familias, jubilados. Precisamente en Bryce encontré a mi personaje favorito en este sentido: una señora de unos 80 años que, vestida con ropa deportiva, recorría el lugar con su bicicleta, enfadándose con los Rangers del parque y con otros visitantes que la alertaban de la dureza de algunos recorridos. “Puedo hacerlo, no se preocupe”, les decía a todos. Pero la duda era razonable. Sirvan como ejemplo las pendientes del camino en la imagen inferior.


Después de descansar un par de días en ese oasis que es Las Vegas, toca volver al desierto. Esta vez es el Valle de la Muerte, un paisaje tan inhóspito como espectacular. En su parte más profunda, está varias decenas de metros bajo el nivel del mar. Y aún se nota que, hace miles de años, hubo agua allí, porque una capa de sal recubre el fondo del valle. Es lo más parecido a la imagen de desierto que tengo en la cabeza. Además, para un cinéfilo como yo tiene el atractivo de ser uno de los lugares donde se rodaron las escenas del planeta Tatooine de Star Wars, aquellas donde C3PO, R2, Luke Skywalker y Obi Wan Kenobi se encuentran en la aventura original.


Tras una semana de desierto, por fin vuelvo a ver vegetación frondosa a mi alrededor. Las verdes praderas y las grandes secuoyas de Yosemite rellenan cada hueco que deja el escarpado relieve de las Rocosas. Impresiona tanto contemplar desde abajo los rectos muros de las montañas del parque como subir a los miradores que se alzan en algunos de los picos y contemplar la inmensidad del valle desde arriba. Además de las gigantescas secuoyas, que uno ya se espera, aunque no se imagina, sorprende que el resto de los árboles que las rodean son igual de largos, aunque por supuesto no tan gruesos.

Y después de una semana disfrutando de las maravillas que se esconden entre California y la isla de Nueva York, volvemos a la costa del Pacífico. Pero esa ya será historia para otro día.


This land is your land, this land is my land
From California to the New York Island
From the Redwood Forest to the Gulf Stream waters
This land was made for you and me.











jueves, 12 de octubre de 2017

Tintin en el Lejano Oeste (III) - Excesos

Desde la ventana de mi habitación, en el piso 22 del Chrysler Building, observo las luces de la gran ciudad. El destelló de las barras de neón se pierde en el horizonte. Más cerca, puedo ver el puente de Brooklyn mientras oigo los gritos de los eufóricos pasajeros de una montaña rusa que circula a toda velocidad unos pisos más abajo. Echo de menos la Gran Manzana, pero esta noche me tengo que conformar con el hotel New York, New York de Las Vegas.

Mientras me preparo para dormir, paseo mentalmente por el Strip. A un lado quedan un castillo medieval, una pirámide egipcia y un templo medieval. En dirección contraria quedan la Torre Eiffel, el Campanile de San Marco de Venecia, las fuentes del Bellagio y la extraña mezcla entre Grecia y Roma, en todas sus épocas, que supone el Caesar’s Palace.

Pero las extravagancias arquitectónicas cometidas por los mejores hoteles de la ciudad no son más que un escenario para todo lo que pasa en Las Vegas. Chicas prácticamente desnudas se ofrecen con voces de niña tonta para hacerse fotos con los turistas. Magos callejeros intentan atraer la atención y los dólares de todo el que pasa a su lado. Pandas de jóvenes, y no tan jóvenes, circulan buscando juerga por doquier. Según avanzan las horas, es fácil ver a alguno de ellos rodando por el suelo, borracho como una cuba. Y huele mucho a marihuana, a todas horas y en todas partes. Pero todo da igual: lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas.  

Sin embargo, el Strip es apenas un parque de atracciones. La sordidez se hace fuerte unos kilómetros más arriba. Después de atravesar barrios oscuros de calles desiertas, llego a Fremont Street. Es una larga calle peatonal cubierta por una pantalla de cientos de metros, donde proyectan anuncios y distintos espectáculos de imagen y sonido, y flanqueada por hoteles y casinos atestados de carteles luminosos. A pie de calle, los personajes que por allí pululan se encargan de recordarte que lo que en el Strip parecía puro vicio, en realidad tenía cierto estilo.  


En lugar de musculitos de gimnasio en tanga enseñando sus encantos, aquí hay un cincuentón en bastante baja forma, por decirlo de forma amable, que se exhibe ataviado simplemente con unos calzoncillos rojos y unas alas de ángel. Las chicas sugerentes se convierten aquí en señoras mayores a las que les cuelgan los pechos y los pellejos. El ruido es ensordecedor, como en una feria.

Las Vegas nunca estuvo entre mi lista de destinos pendientes. Pero, como tantos otros lugares antes, quizá por eso me ha sorprendido más. Es una de esas ciudades que no tiene por qué gustarte, pero tanto exceso concentrado en apenas unas calles es, como poco, impresionante. Ahora comprendo un poco mejor a Elvis Presley o al Doctor Gonzo: hay que venir a verlo y contarlo.