Sally llegó desde Misuri soñando con convertirse en una actriz de éxito. Mientras
se arrastra de casting en casting, vive de las propinas que le dejan clientes
que visitan Hollywood cegados por la fama. La fama de otros, no la de Sally. Lo
más cerca que ha estado ella de ese mundo es aquel puesto de trabajo, en una
hamburguesería a veinte metros del Dolby Theatre, donde cada año se entregan
los Oscar. Lo más parecido a haberse codeado con actores de éxito fue aquella
vez que se acostó con el tipo que pasea disfrazado de Darth Vader delante del
Teatro Chino para hacerse fotos con los turistas a cambio de unos dólares.
Los Ángeles rebosa glamour en la mente de todo aquel que piensa en ella. El
olor del dinero, la luz de las estrellas, los deportivos descapotables que
recorren a toda velocidad las largas avenidas flanqueadas por palmeras, las
grandes mansiones… Pero Sally no vive en esa ciudad, sino en otra mucho más decadente.
El poco dinero que maneja huele a grasa y a patatas fritas. La única estrella
con la que se relaciona, y ni siquiera tan a menudo como quisiera, es el sol
abrasador que azota la ciudad casi todo el año. Su mansión particular es la habitación de un viejo
apartamento que comparte con otras dos compañeras. Está en un barrio cualquiera,
de esos con calles interminables que forman una cuadrícula de construcciones
bajas, donde lo mismo encuentras una iglesia, una gasolinera o un almacén de
muebles. Lo más parecido a las largas palmeras de Sunset Boulevard son los semáforos
que se alzan en cada esquina.
A veces, en su tarde libre, Sally baja a pasear por Beverly Hills. Se pone
su mejor modelito y recorre las tiendas de Rodeo Drive. Son muchas las que,
como ella, se lucen por allí con vestidos elegantes y a la vez sugerentes.
Quién sabe si lo hacen esperando que un Richard Gere salga del hotel Beverly
Willshire, al principio de la calle, y las rescate de su vida de mierda. O
quizá solo les apetece dar una vuelta por un barrio chic para sentirse parte de
aquel mundo. Los precios de las boutiques son prohibitivos, pero en la acera
hay, a cada trecho, un puñado de sillas alrededor de una mesa en las que los
viandantes pueden sentarse a disfrutar del sol y el ambiente. Eso no cuesta
dinero.
De vuelta a Hollywood Boulevard, cae la noche y las luces de tiendas, bares y teatros iluminan las aceras del Paseo de la Fama. Todo el mundo parece tener una estrella allí, desde la gran Marilyn Monroe hasta productores de medio pelo cuyo nombre nadie parece recordar. En realidad, cualquiera puede tener su nombre en una. Hay quienes se ganan la vida recorriendo el lugar con una cesta repleta de letras doradas, dispuestos a escribir en una de las muchas estrellas vacías que aún quedan lo que cualquiera les pida, siempre que tenga dinero para pagarlo. Pero Sally es muy orgullosa para eso. Quiere conseguirlo por méritos propios. Mientras tanto, sirve una hamburguesa más, acompañada con aritos de cebolla y regada con abundante coca-cola en uno de tantos locales de comida rápida de la ciudad de las estrellas. Yo se lo agradezco con una sonrisa y un gesto y, sin más, le hinco el diente a mi última hamburguesa de este periplo americano.
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