Nápoles es una ciudad caótica. Sin embargo, paseando por sus calles me puse
a pensar que existen varios niveles de caos. Lo que tenía a mi alrededor no era
el barullo cosmopolita y multicultural de Manhattan. Tampoco es el ambiente
oscuro y decadente de Lisboa. Habría que situarlo en algún lugar entre esos dos
extremos, quizá más cercano al ejemplo europeo, supongo que por simple
proximidad cultural y geográfica.
En uno de nuestros paseos buscando un lugar donde comer, el capitán Haddok
y yo nos perdemos por una callejuela donde desaparece el bullicio de la vía principal.
Es un día gris, que concuerda perfectamente con los tonos oscuros de los
adoquines mojados y las paredes mugrientas. De pronto, me sorprendo al ver en la acera un
tendedero portátil cargado de ropa y, sobre él, una placa de uralita
perfectamente fijada a la pared a modo de toldo. Entonces me fijo mejor y
compruebo que la escena se repite una decena de veces a lo largo de la calle.
Es sábado y debe ser día de colada. Lo de la ropa tendida en las ventanas del
Trastévere de Roma es una exquisitez al lado de esto.
Por fin llegamos a nuestro destino: una pizzería con más o menos un siglo
de historia. Vamos siguiendo la recomendación de una amiga. De no haber sido así,
seguramente no hubiésemos entrado. Su mensaje fue claro: “es un poco cutre, pero
con una pizza extraordinaria”. Y el lugar cumple fielmente le prometido. Un
local antiguo, con un horno de pizzas detrás de la barra y un par de salones
con cuatro o cinco mesas cada uno. De las paredes, de un color amarillo que
recuerda a una casa de abuela, cuelgan algunos recortes de periódicos
enmarcados en los que se ensalzan las bondades del establecimiento. Lo primero
que nos ponen en la mesa es un par de vasos de plástico. Después llegan unos
botellines de cerveza de medio litro. Y finalmente llega el plato principal:
unas pizzas de medio metro de diámetro, de masa fina y bien condimentadas. Como
me anunciaron, extraordinarias.
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