lunes, 12 de marzo de 2018

Tintin en Nápoles (I) - El encanto del caos

Nápoles es una ciudad caótica. Sin embargo, paseando por sus calles me puse a pensar que existen varios niveles de caos. Lo que tenía a mi alrededor no era el barullo cosmopolita y multicultural de Manhattan. Tampoco es el ambiente oscuro y decadente de Lisboa. Habría que situarlo en algún lugar entre esos dos extremos, quizá más cercano al ejemplo europeo, supongo que por simple proximidad cultural y geográfica.


 Pero, de alguna manera, mi visita a Nápoles sirve para constatar, por si me quedaba alguna duda, que el caos tiene su gancho. Las motos zigzagueando por estrechas calles de adoquines sorteando viandantes son un fastidio. Las tiendas de barrio, aunque estemos en el centro de la ciudad, con decenas de cubos y demás cacharros de plástico en la puerta son de todo menos bonitas. Los personajes que pasean por las calles son inquietantes. Pero todo junto forma una estampa atractiva, digna de ver.

En uno de nuestros paseos buscando un lugar donde comer, el capitán Haddok y yo nos perdemos por una callejuela donde desaparece el bullicio de la vía principal. Es un día gris, que concuerda perfectamente con los tonos oscuros de los adoquines mojados y las paredes mugrientas.  De pronto, me sorprendo al ver en la acera un tendedero portátil cargado de ropa y, sobre él, una placa de uralita perfectamente fijada a la pared a modo de toldo. Entonces me fijo mejor y compruebo que la escena se repite una decena de veces a lo largo de la calle. Es sábado y debe ser día de colada. Lo de la ropa tendida en las ventanas del Trastévere de Roma es una exquisitez al lado de esto.

Por fin llegamos a nuestro destino: una pizzería con más o menos un siglo de historia. Vamos siguiendo la recomendación de una amiga. De no haber sido así, seguramente no hubiésemos entrado. Su mensaje fue claro: “es un poco cutre, pero con una pizza extraordinaria”. Y el lugar cumple fielmente le prometido. Un local antiguo, con un horno de pizzas detrás de la barra y un par de salones con cuatro o cinco mesas cada uno. De las paredes, de un color amarillo que recuerda a una casa de abuela, cuelgan algunos recortes de periódicos enmarcados en los que se ensalzan las bondades del establecimiento. Lo primero que nos ponen en la mesa es un par de vasos de plástico. Después llegan unos botellines de cerveza de medio litro. Y finalmente llega el plato principal: unas pizzas de medio metro de diámetro, de masa fina y bien condimentadas. Como me anunciaron, extraordinarias.


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