martes, 28 de agosto de 2018

Tintin en Nueva York (IV) - La noche

La ciudad que nunca duerme alterna luces y sombras cuando cae el sol. Los alrededores de Times Square son la zona más luminosa. Pantallas gigantescas llenan de luz el cruce de Broadway con la Séptima Avenida. Y, paseando por allí, te sientes parte del espectáculo. Tú no puedes dejar de mirar a las imágenes a todo color que te rodean, pero al mismo tiempo parece que ellas también te observan a ti. En uno de los extremos de la plaza hay una pequeña grada en la que algunos se sientan a contemplarlo todo. Desde luego, la panorámica merece la pena.


Mucho más al sur, sentado a la puerta de un restaurante de Chinatown mientras espero una mesa libre, me resulta difícil creer cómo cambia aquella parte de la ciudad cuando llega la noche. Los coches pasan a toda velocidad por Canal Street, la arteria principal del barrio, pero a mi alrededor solo hay un callejón oscuro, iluminado solo en un tramo por los letreros de un par de establecimientos que quedan abiertos, y lleno de bolsas de basura. Apenas pasan por allí algunos grupos de turistas despistados y trabajadores que vuelven a casa. Al fondo de la calle, suspendido de un cable que cuelga de lado a lado, un pequeño unicornio iluminado da un toque aún más peculiar a la escena.

Cuando por fin nos hacen pasar al restaurante, el ambiente cambia completamente. Es un local atestado de mesas en las que no queda un sitio libre: unas pequeñas y rectangulares, para grupos reducidos, y otras redondas y más grandes, con una bandeja giratoria en el centro, donde los comensales comparten el espacio con desconocidos. Un enjambre de camareros chinos va de un lado para otro a una velocidad frenética. Reparten cervezas, recipientes de bambú llenos de dumplings, platos de arroz preparados de mil maneras y demás viandas a diestro y siniestro. Si dudas cinco segundos mientras pides la comida te ponen mala cara y, finalmente, te sugieren amablemente lo que puedes comer. Por tu bien y, por supuesto, por el suyo. ¡Que el ritmo no pare! Eso sí, está todo delicioso. 


Después de cenar, toca volver al metro. Allí apenas se nota la diferencia entre el día y la noche: la misma luz, el mismo calor y siempre mucha gente esperando el siguiente tren. Pero esta noche hay problemas con algunas líneas. Después de esperar diez minutos y de que las quejas de los demás pasajeros a través del interfono de la estación no consigan aclarar nada, decidimos cambiar de línea y buscar una ruta alternativa. Conseguimos avanzar hacia el norte, pero tras dos intentos de cruzar la isla de este a oeste en los que encontramos otras tantas líneas cerradas, salimos a la superficie y subimos a un taxi amarillo que atraviesa las avenidas vacías a toda velocidad y en pocos minutos nos deja en nuestro destino. A veces, Nueva York es más complicado bajo tierra que a ras de suelo. 


Mucho más arriba, todo se ve más fácil. Quizá la mejor perspectiva de la noche neoyorquina es la que se contempla desde las azoteas de los rascacielos. Las luces de los edificios y los coches que circulan por la ciudad permiten distinguir perfectamente la cuadrícula que forman las calles y las avenidas. Mi lugar favorito para estas ocasiones es el mirador del piso 86 del Empire State. A sus pies, mirando hacia el oeste, se ven perfectamente los almacenes Macy’s, en Herald Square, y el Madison Square Garden. Más allá, al otro lado del Hudson, se distinguen las luces de Nueva Jersey. Hacia el sur, la Quinta Avenida avanza recta hasta detenerse en el arco de Washington Square. Al fondo quedan los rascacielos del distrito financiero, entre los que sobresale el One World Trade Center. Y, si la noche está clara, también se divisa la Estatua de la Libertad. El este es quizá el lado menos vistoso, con la mancha interminable de luces de Brooklyn. Pero para el norte queda lo mejor: a un lado, el impresionante edificio Chrysler, con su cúpula art decó elegantemente iluminada; al otro, los grandes rascacielos del distrito de los teatros y el resplandor que ilumina Times Square y sus alrededores desde el comienzo de la noche.  

domingo, 26 de agosto de 2018

Tintin en Nueva York (III) - Las gemelas, el hijo único y el vacío

La visita al World Trade Center ha sido, sin duda, la que más me ha llegado de todo el viaje. Supongo que los neoyorquinos ya han asumido la nueva apariencia que ha adquirido tras la tragedia. Pero a mí, después de haberlo conocido en su época de esplendor y más tarde reducido a escombros, me quedaba aún esa tarea pendiente. Y no ha sido hasta que he llegado allí otra vez que he empezado a trabajar en ello.

Comencé a divisar el One World Trade Center, la nueva torre construida en la zona cero, en mi primera mañana en Nueva York. El cielo estaba nublado, pero su silueta se distinguía perfectamente más allá del Empire State desde lo alto del Rockefeller Center. A lo largo de los días, me ha seguido acompañando a lo lejos mientras paseaba por la ciudad. Hasta que, por fin, ha llegado el momento de visitar la zona. 

Esta atardeciendo y el edificio, el más alto de la ciudad, refleja los últimos rayos de luz del día. A sus pies, dos grandes fuentes se hunden en el suelo en los lugares donde antes se levantaron las dos Torres Gemelas. Me resulta llamativo que las fuentes, en lugar de elevarse hacia el cielo, caigan directamente y se pierdan en un gran agujero en su centro. Alrededor de cada una de ellas, grandes losas recuerdan los nombres de las víctimas.


Impresionado por lo que tengo a mi alrededor y todo lo que simboliza, me siento en un banco y recuerdo las veces que he pasado por allí a lo largo de los años. La primera vez que visité el lugar fue en 2001, apenas un mes antes del atentado contra las Torres Gemelas. Por aquel entonces, los dos edificios eran uno de los símbolos de la ciudad, los grandes protagonistas del skyline de Manhattan cuando se divisaba desde la Estatua de la Libertad. También se distinguían desde el observatorio del Empire State, marcando el final de Manhattan en su extremo sur. Un mes después, ya en casa, no podía creer las imágenes que me llegaban al otro lado del charco a través de la  televisión: las dos torres humeantes que, minutos después, caían al suelo. 


Volví a Nueva York en 2009. Entonces sólo encontré un solar lleno de grúas y carteles que mostraban recreaciones del futuro edificio que allí se iba a construir. Me hice una foto en uno de ellos porque sabía que algún día me sería de utilidad. Alrededor de la zona cero, la vida seguía su curso: los ejecutivos del barrio financiero iban y venían desde sus oficinas, los comerciantes callejeros vendían perritos calientes y todo tipo de recuerdos y los turistas paseaban como por cualquier otro barrio de Manhattan. 

Ahora sucede lo mismo, aunque la presencia del pasado se me hace más evidente. Me detengo a mirar tantos nombres grabados en la piedra y se me ocurre que quizá muchos de ellos estaban allí, a pocos metros de mí, cuando visité el lugar por primera vez. Aquel día eran un puñado más de los miles de personas que pasan a mi alrededor cada día y de cuyas existencias apenas soy consciente. Un mes más tarde, sus fotos y sus historias llenaban telediarios. Ahora, sus nombres me acompañan en mi paseo vespertino: Kevin, Elizabeth, José Juan... Se me hace inevitable pensar en muchas cosas que ahora son difíciles de explicar por escrito. Se resumen en algo así como que la vida es rápida e incontrolable y la fatalidad a veces está demasiado cerca.

A mi alrededor se escucha el mismo gentío que podría haber en cualquier otra plaza de Manhattan. Los niños corren mientras sus padres los miran sentados desde un banco cercano, los turistas hacen fotos y el rumor del agua lo envuelve todo. Una flor encajada en la primera letra de uno de los nombres, los dos grandes hoyos en el suelo y el hueco que queda en el cielo siguen recordando a quien quiera fijarse lo que sucedió hace ya casi 17 años. Pero Nueva York sigue tan llena de vida como siempre.




miércoles, 22 de agosto de 2018

Tintin en Nueva York (II) - Pasear por el Village

El Village es de esos barrios que cada vez que lo visito me enamora un poco más. Tiene todo lo que uno querría tener a mano si viviera en Manhattan y también un montón de cosas apenas necesarias, pero que a la vez son parte del encanto de la gran manzana. Por eso es el lugar elegido para ambientar las vidas de algunos personajes de Friends, Sexo en Nueva York y tantas otras series y pelis. Y también por eso es uno de mis lugares favoritos para pasear o para descansar después de un largo día. 

Entre la lista de cosas innecesarias pero con encanto, puedes encontrar tiendas de artesanía tibetana, vitamina y suplementos o muebles de segunda mano. Pero mi descubrimiento favorito de esta visita ha sido Generation Records, una pequeña tienda de música en Thompson St. Muchos alucinarían con la cantidad de vinilos, nuevos y usados, disponible en sus expositores. Yo me quedo con la colección de casetes que cuelgan de una de sus paredes. Ya puestos a escuchar la música mal, renunciando a las restauraciones digitales, creo que tiene mucho más encanto hacerlo mientras ves girar la cinta en la pletina. 


Otro de los puntos a favor del Village es que en sus calles puedes disfrutar de la gastronomía de medio mundo. Después de echar un vistazo a un italiano que nos habían recomendado – demasiado caro – y de descartar un ruso sin ni siquiera acercarnos, hemos acabado en uno de los dos restaurantes indios que nos hemos encontrado en nuestro paseo. Lo primero que ha hecho el camarero ha sido echarnos dos vasos de agua fría de una jarra repleta de hielos. Eso ya debía habernos alertado de lo que iba a picar la comida. Pero era uno de esos días en que nos sentíamos jóvenes e imprudentes… Y, cuando ya no podíamos más, el camarero nos ha propuesto ponernos el resto de la comida para llevar. No, thanks. 

En Nueva York está muy extendido lo de las ‘doggy bags’. Se supone que te llevas la comida que te sobra para que se la coma tu perro. Pero todo el mundo sabe que, en la mayoría de los casos, la vas a recalentar en el microondas para la próxima comida. Desde luego, sería una crueldad darle algo de lo que hemos pedido a un perro. Si el estómago humano está apenas preparado para sensaciones tan intensas, no quiero imaginar lo que sentiría una mascota doméstica.

No muy lejos de este reducto indostánico en Manhattan está Washington Square, uno de mis lugares favoritos de Nueva York. Es lo más parecido a una plaza de pueblo que puedes encontrar en la ciudad. A mediodía, la gente se refugia bajo sus árboles para huir un rato del calor sofocante de estas alturas del año mientras ardillas y músicos callejeros intentan buscarse la vida a su alrededor. Por la noche, los niños corren alrededor de la fuente central, a la luz del arco del triunfo, mientras sus padres los miran sentados en los bancos cercanos, aún calientes después de estar todo el día al sol. 


En nuestra última noche en la ciudad hemos decidido volver a pasear y sentarnos por allí un rato. Pero está claro que, para nosotros, el Village significa aventura, experimentación, probar cosas diferentes. Por eso, antes de llegar a la plaza hemos tomado una bocacalle y hemos entrado en una pequeña tienda de ultramarinos regentada por un asiático y repleta de productos asiáticos. Decenas de estanterías repletas de comestibles con etiquetas imposibles de descifrar. Aún así, hemos cogido un paquete de patatas fritas, que al final han resultado ser unas bolitas con sabor a cacahuete recubierto de alguna salsa dulce, y un par de zumos de fruta que sí tenían los nombres en inglés. Y, con nuestro picnic ya listo, nos hemos encaminado una vez más al arco del triunfo que pone fin a la Quinta Avenida.

lunes, 20 de agosto de 2018

Tintin en Nueva York (I) - Manhattan


“CAPÍTULO PRIMERO. Él adoraba Nueva York. Pasear por sus calles era como hacerlo por el mundo que tantas veces había visto desde el otro lado del océano a través de una pantalla”. No, no. Seguro que puedo hacerlo un poco mejor. 


“CAPÍTULO PRIMERO. Le sobrecogía la grandeza de Nueva York. Se sentía pequeño entre las enormes avenidas y los gigantescos edificios, una criatura minúscula en una jungla en la que a nadie le importaba su presencia”… no, “su existencia”. Demasiado dramático. No es eso lo que pretendo.

“Nueva York era su ciudad ideal. En su autoimpuesta condición de ciudadano del mundo, le gustaba pensar que tenía un poco de neoyorquino. Reconocía sus rincones de mil películas y documentales. Recordaba anécdotas que habían sucedido en cada esquina y soñaba con protagonizarlas él mismo algún día”. Un poco exagerado. 

“CAPÍTULO PRIMERO. Nueva York le apasionaba. Disfrutaba recorriendo sus innumerables barrios o sentado en cualquier banco viendo la vida pasar a su alrededor. Le encantaban las luces y el glamour de Broadway, pero también la decadencia que se respiraba en otras zonas de fachadas despintadas y cubiertas por escaleras enmohecidas…”. Había empezado bien, pero no. 

“CAPÍTULO PRIMERO. Él adoraba Nueva York. Con sus luces y sus sombras. Ese lugar capaz de reunir en unos pocos kilómetros cuadrados a bohemios y capitalistas exacerbados. A chinos, africanos, hispanos y gentes de todo el mundo. Disfrutaba por igual su tráfico caótico o el remanso de paz que podía encontrar en cualquier rincón de Central Park. Se maravillaba con las obras de arte que albergaban las decenas de museos de la ciudad, con las luces de los coches pasando a toda velocidad o con el sonido que le ofrecía un músico callejero en cualquier esquina. A sus ojos, Nueva York era el centro del mundo. Y estaba allí, a su alcance, esperándolo”.



domingo, 19 de agosto de 2018

Tintin en Nueva Orleans (II) - "Me gustan tus zapatos"

Si eres forastero en Nueva Orleans, no es extraño que alguien se te acerque y te diga “hey man, I like your shoes”. Es la forma que tienen los buscavidas locales de entrarles a los visitantes para intentar sacarles algo. Tu ropa, la mochila colgada al hombro, una cámara de fotos o, simplemente, tu forma de mirar a todas partes en busca de un nuevo detalle con el que asombrarte te delatan. 

La primera vez que me ha ocurrido ha sido ya por la tarde paseando por la orilla del Misisipi. Las mañanas de Nueva Orleans son tranquilas: casi todo el mundo duerme después de una larga noche en la calle. Así que los únicos que andamos por el centro de la ciudad somos los visitantes que no queremos desaprovechar un minuto y los reponedores de bebidas alcohólicas. Por eso, supongo, es más difícil encontrarse con uno de estos personajes antes de mediodía.


Mientras contemplo un viejo muelle de madera con un kiosco de música en lo alto, se me acerca un negro de al menos sesenta años. Tiene la cara arrugada y una barba mal afeitada y canosa. “Eh, chico, me gustan tus zapatos”. Yo se lo agradezco y sonrío. Y caigo en la trampa. Mi educación me perderá algún día. “Si acierto el lugar donde has conseguido esos zapatos, la ciudad y el país, ¿serás honesto?”, continúa. Tardo un par de segundos en entender lo que me está diciendo debido a ese inglés tan cerrado que gastan los lugareños. Pero finalmente le respondo: “sí, ¿por qué no?”. 

La verdad es que, a esas alturas, ya tengo curiosidad por saber dónde va a terminar todo esto. Mientras hablamos, observo que en una de sus manos lleva una botella pequeña de agua mineral rellena con un líquido negro. Mi principal hipótesis es que quiere limpiarme los zapatos. El tipo sigue repitiendo su pregunta, intentando crear un impasse dramático. Hasta que finalmente, con una risa burlona, pronuncia su respuesta: “debajo de tus pies”. 

¿En serio? Con un gesto de desprecio y un “come on” desilusionado, me doy media vuelta y continúo caminando. Me esperaba algo más después de tanto teatro. Por un momento había recordado a los mulatos de las calles de La Habana que, para trabar conversación con los turistas, te cuentan historias de sus familiares emigrados a España o te hablan de política recordándote cada minuto que no deben hacerlo y que no digas nada a nadie. Pero los charlatanes callejeros de Nueva Orleans no se lo trabajan tanto.

 Al principio lo tomé como un episodio aislado. Pero unos metros más adelante comprendí que aquella escena era tan típica como el jazz por estas tierras. A los siguientes – ya perdí la cuenta de cuántos fueron – les respondí que ya conocía la broma, pero ni así conseguía que se dieran por vencidos. La única solución era seguir caminando y esperar que ellos encontrasen a su siguiente víctima. 

Tuve que esperar hasta mi última tarde en la ciudad para salir victorioso de uno de estos encuentros. Buscaba un hueco entre la multitud para escuchar a una banda callejera que tocaba frente al hotel Astor, al principio de Bourbon Street, cuando un chico joven, con camiseta amplia y gorra de béisbol al revés, se acercó a mí y pronunció la frase. “A mí también me gustan, tío”, le contesté con el acento más americano que me salió. “You’ve been around, man”, me contestó riendo, chocó su puño con el mío y siguió su camino. ¡Esa era la respuesta correcta! Había estado ahí todo el tiempo y no se me había ocurrido hasta el último momento. 

Y con el buen sabor de boca que dejan esas pequeñas victorias personales, que no importan a nadie más que a uno mismo, me adentro una vez más en el corazón del barrio francés en busca de la penúltima cerveza del día. 

sábado, 18 de agosto de 2018

Tintin en Nueva Orleans (I) - Luna nueva sobre Bourbon St.

Bourbon Street es uno de los grandes símbolos de Nueva Orleans. Arteria principal del Barrio Francés, se lleva a menudo la fama de toda la zona. Por eso, después de registrarme en el hotel y de haber pasado un largo día de aviones y aeropuertos, mis primeros pasos por la ciudad me llevan hacia allí. 

La noche ya ha caído a este lado del Misisipi, pero el aire es espeso y caliente. Al doblar la esquina desde Canal St. se presenta ante mí una calle recta flanqueada por dos largas hileras de carteles de neón. Apenas hay farolas y tampoco hacen falta, porque las luces de los abundantes locales iluminan de sobra Bourbon St. A medida que voy caminando, se mezclan en mis oídos las músicas que salen de prácticamente todos los bares. Muchas de ellas en directo pero, en contra de lo que se podría esperar, pocas se parecen al jazz.

La fama de la calle hace que sea el destino preferido de todos los visitantes que llegan a la ciudad en busca de fiesta. Y eso, como pasa en tantas otras ciudades, le ha quitado la autenticidad que quizá algún día tuvo. Todos los locales despachan grandes bebidas y las sirven en vasos de plástico para que se puedan sacar al exterior. Por eso, cada noche en Bourbon St. se mezclan los visitantes que miran boquiabiertos a su alrededor, los que ya llevan por allí un tiempo y van más pasados de la cuenta y los lugareños que intentan hacer negocio con todos ellos. Ni rastro de vampiros o de reinas del vudú.

Para quienes quieran regodearse en el halo de misterio de Nueva Orleans, los cementerios de la ciudad son una visita ideal en la que encontrar decenas de historias oscuras y curiosas. Los principales protagonistas son los inquilinos de las miles de tumbas, testigos de los tres siglos de historia de la ciudad. Pero también hay visitantes ilustres, como los actores Nicholas Cage o Dennis Hopper, que en algún momento se han interesado de una manera peculiar por sus leyendas.


La buena música tampoco se ha ido de la ciudad, solo se ha mudado a otro barrio. El núcleo cultural de Nueva Orleans es Frenchmen St. Pasear por la calle principal del barrio de Marigny a mediodía es como hacerlo por un pueblo fantasma: es difícil ver a nadie más caminando por allí y los coloridos edificios parecen cerrados desde hace mucho tiempo. Pero cuando cae la noche, la zona recupera la vida. Hay jazz, hay blues, hay rock, hay swing… y unos perritos calientes deliciosos para recuperar fuerzas. 

Cuando llega la hora de volver a casa, decido caminar de vuelta al hotel atravesando las calles desiertas del barrio francés. Alejado de las luces de neón, en la distancia se escucha de cuando en cuando una guitarra o una trompeta que suena desde cualquier esquina. Las escasas farolas que iluminan mi camino proyectan largas sombras sobre las bocacalles y los edificios. Y entre todas ellas, en una noche sin luna, no es difícil imaginar que alguna criatura de ropas oscuras y colmillos afilados acecha en cualquier recodo.