domingo, 26 de agosto de 2018

Tintin en Nueva York (III) - Las gemelas, el hijo único y el vacío

La visita al World Trade Center ha sido, sin duda, la que más me ha llegado de todo el viaje. Supongo que los neoyorquinos ya han asumido la nueva apariencia que ha adquirido tras la tragedia. Pero a mí, después de haberlo conocido en su época de esplendor y más tarde reducido a escombros, me quedaba aún esa tarea pendiente. Y no ha sido hasta que he llegado allí otra vez que he empezado a trabajar en ello.

Comencé a divisar el One World Trade Center, la nueva torre construida en la zona cero, en mi primera mañana en Nueva York. El cielo estaba nublado, pero su silueta se distinguía perfectamente más allá del Empire State desde lo alto del Rockefeller Center. A lo largo de los días, me ha seguido acompañando a lo lejos mientras paseaba por la ciudad. Hasta que, por fin, ha llegado el momento de visitar la zona. 

Esta atardeciendo y el edificio, el más alto de la ciudad, refleja los últimos rayos de luz del día. A sus pies, dos grandes fuentes se hunden en el suelo en los lugares donde antes se levantaron las dos Torres Gemelas. Me resulta llamativo que las fuentes, en lugar de elevarse hacia el cielo, caigan directamente y se pierdan en un gran agujero en su centro. Alrededor de cada una de ellas, grandes losas recuerdan los nombres de las víctimas.


Impresionado por lo que tengo a mi alrededor y todo lo que simboliza, me siento en un banco y recuerdo las veces que he pasado por allí a lo largo de los años. La primera vez que visité el lugar fue en 2001, apenas un mes antes del atentado contra las Torres Gemelas. Por aquel entonces, los dos edificios eran uno de los símbolos de la ciudad, los grandes protagonistas del skyline de Manhattan cuando se divisaba desde la Estatua de la Libertad. También se distinguían desde el observatorio del Empire State, marcando el final de Manhattan en su extremo sur. Un mes después, ya en casa, no podía creer las imágenes que me llegaban al otro lado del charco a través de la  televisión: las dos torres humeantes que, minutos después, caían al suelo. 


Volví a Nueva York en 2009. Entonces sólo encontré un solar lleno de grúas y carteles que mostraban recreaciones del futuro edificio que allí se iba a construir. Me hice una foto en uno de ellos porque sabía que algún día me sería de utilidad. Alrededor de la zona cero, la vida seguía su curso: los ejecutivos del barrio financiero iban y venían desde sus oficinas, los comerciantes callejeros vendían perritos calientes y todo tipo de recuerdos y los turistas paseaban como por cualquier otro barrio de Manhattan. 

Ahora sucede lo mismo, aunque la presencia del pasado se me hace más evidente. Me detengo a mirar tantos nombres grabados en la piedra y se me ocurre que quizá muchos de ellos estaban allí, a pocos metros de mí, cuando visité el lugar por primera vez. Aquel día eran un puñado más de los miles de personas que pasan a mi alrededor cada día y de cuyas existencias apenas soy consciente. Un mes más tarde, sus fotos y sus historias llenaban telediarios. Ahora, sus nombres me acompañan en mi paseo vespertino: Kevin, Elizabeth, José Juan... Se me hace inevitable pensar en muchas cosas que ahora son difíciles de explicar por escrito. Se resumen en algo así como que la vida es rápida e incontrolable y la fatalidad a veces está demasiado cerca.

A mi alrededor se escucha el mismo gentío que podría haber en cualquier otra plaza de Manhattan. Los niños corren mientras sus padres los miran sentados desde un banco cercano, los turistas hacen fotos y el rumor del agua lo envuelve todo. Una flor encajada en la primera letra de uno de los nombres, los dos grandes hoyos en el suelo y el hueco que queda en el cielo siguen recordando a quien quiera fijarse lo que sucedió hace ya casi 17 años. Pero Nueva York sigue tan llena de vida como siempre.




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