martes, 20 de marzo de 2018

Tintin en Nápoles (II) - Sexo, romanos y rock'n'roll

Llegamos a la estación Garibaldi y en unos minutos nos subimos a un tren de la línea circunvesubiana. Es uno de los trenes más antiguos que recuerdo. Quizá a la altura de los más desvencijados que vi en mis viajes por los Balcanes. Además, durante la primera parte del trayecto vamos apiñados como sardinas en lata. Pero el destino merece la pena. En menos de una hora llegamos a las puertas de las ruinas de Pompeya.


Es mi tercera visita y no deja de impresionarme. A diferencia del vecino Nápoles, Pompeya es un lugar luminoso, amplio y ordenado. El Vesubio, que vigila cubierto de nieve al fondo de cada estampa, se encargó de que la estructura de la ciudad siga prácticamente intacta casi dos mil años después de asolarla por completo.

Paseando por Pompeya es fácil imaginarse la ciudad que fue. Aunque la mayoría de los techos no han sobrevivido, los muros de las casas si que permanecen en pie. El pavimentado de las calles también sobrevive. Incluso se pueden ver las huellas de los carros que por allí pasaban a diario. Así que es como recorrer una ciudad fantasma. Fantasma, pero llena de turistas.

Mientras caminamos por sus interminables calles, voy pegando el oído a los innumerables guías turísticos que recorren el recinto acompañando a grupos de todas las nacionalidades. Así me entero, por ejemplo, de que, entre las calles cuadriculadas de la ciudad, destacan unas pocas que hacen una curva. La idea era permitir a los viandantes perderse de la vista de los demás mientras se dirigían al fondo de aquellas callejuelas, donde se encontraban los lupanares de moda en la época. Curiosamente, veinte siglos después, siguen siendo uno de los lugares más visitados de la ciudad. Aunque nadie se avergüenza de entrar en ellos. Al contrario, todos se recrean en la decoración y en los detalles más morbosos.  

Mi viaje por la historia continúa. Después de contemplar los mosaicos y los frescos que decoran suelos y paredes de las mansiones más lujosas, llego al anfiteatro. Allí, en el túnel bajo las gradas, me sorprende una exposición fotográfica dedicada a Pink Floyd. El grupo británico actuó allí, aunque sin público, a principios de la década de los 70. Medio siglo después, un puñado de fotos y algunos vídeos recuerdan a David Gilmour, Roger Waters y los demás tocando entre las ruinas. No cuesta imaginarse el sonido de sus ecos (Echoes) sonando entre aquellas piedras. De hecho, me parecen una buena banda sonora para el lugar.




lunes, 12 de marzo de 2018

Tintin en Nápoles (I) - El encanto del caos

Nápoles es una ciudad caótica. Sin embargo, paseando por sus calles me puse a pensar que existen varios niveles de caos. Lo que tenía a mi alrededor no era el barullo cosmopolita y multicultural de Manhattan. Tampoco es el ambiente oscuro y decadente de Lisboa. Habría que situarlo en algún lugar entre esos dos extremos, quizá más cercano al ejemplo europeo, supongo que por simple proximidad cultural y geográfica.


 Pero, de alguna manera, mi visita a Nápoles sirve para constatar, por si me quedaba alguna duda, que el caos tiene su gancho. Las motos zigzagueando por estrechas calles de adoquines sorteando viandantes son un fastidio. Las tiendas de barrio, aunque estemos en el centro de la ciudad, con decenas de cubos y demás cacharros de plástico en la puerta son de todo menos bonitas. Los personajes que pasean por las calles son inquietantes. Pero todo junto forma una estampa atractiva, digna de ver.

En uno de nuestros paseos buscando un lugar donde comer, el capitán Haddok y yo nos perdemos por una callejuela donde desaparece el bullicio de la vía principal. Es un día gris, que concuerda perfectamente con los tonos oscuros de los adoquines mojados y las paredes mugrientas.  De pronto, me sorprendo al ver en la acera un tendedero portátil cargado de ropa y, sobre él, una placa de uralita perfectamente fijada a la pared a modo de toldo. Entonces me fijo mejor y compruebo que la escena se repite una decena de veces a lo largo de la calle. Es sábado y debe ser día de colada. Lo de la ropa tendida en las ventanas del Trastévere de Roma es una exquisitez al lado de esto.

Por fin llegamos a nuestro destino: una pizzería con más o menos un siglo de historia. Vamos siguiendo la recomendación de una amiga. De no haber sido así, seguramente no hubiésemos entrado. Su mensaje fue claro: “es un poco cutre, pero con una pizza extraordinaria”. Y el lugar cumple fielmente le prometido. Un local antiguo, con un horno de pizzas detrás de la barra y un par de salones con cuatro o cinco mesas cada uno. De las paredes, de un color amarillo que recuerda a una casa de abuela, cuelgan algunos recortes de periódicos enmarcados en los que se ensalzan las bondades del establecimiento. Lo primero que nos ponen en la mesa es un par de vasos de plástico. Después llegan unos botellines de cerveza de medio litro. Y finalmente llega el plato principal: unas pizzas de medio metro de diámetro, de masa fina y bien condimentadas. Como me anunciaron, extraordinarias.