A primera hora de la mañana estoy
en la estación de Tokio para coger el tren bala hacia Kioto. Es impresionante
la cantidad de frecuencias que tiene la línea, que conecta la capital con
Osaka, así que no hay problema de plazas. Eso sí, la chica de la taquilla me
comunica con cara apesadumbrada lo que para ella es una mala noticia: para el
tren que yo quiero coger no quedan billetes de ventanilla en el lado desde el
que se puede ver el monte Fuji. Solo puede ofrecerme un asiento de pasillo de
ese lado del tren. Finalmente, las nubes me acompañan durante todo el trayecto
y es imposible ver nada.
En algo más de dos horas y
media llego a mi destino. En la oficina de turismo de la estación, me hago con
un mapa de la ciudad y un bono para usar los autobuses urbanos. En lugar del
ambiente rústico que yo esperaba, me encuentro una ciudad de tamaño medio por
la que están desperdigados decenas de monumentos. Así que tomo el primer
autobús, que me lleva por una larga avenida hacia el que es quizá el lugar más
popular de la ciudad: el pabellón dorado.
Sin embargo, el lugar que más
me ha impresionado es el palacio Ninomaru. Inserto en el castillo de Nijo, me
hacen descalzarme para entrar en el edificio. Seguramente es una medida más
para cuidar los suelos que, al igual que gran parte del edificio, son de
madera. Bajo mis pies se escuchan sus crujidos. Leo que siempre fue así y que
el suave chirrido, fácilmente perceptible en el silencio del lugar, servía para
alertar de la presencia inesperada de sirvientes o visitantes. Decenas de
puertas correderas dan acceso a las estancias del antiguo shogun. Laminas de
oro y grabados en madera decoran las paredes. El lugar coincide casi totalmente
con mi imagen mental de un antiguo palacio japonés. Mi única pena es que no está
permitido hacer fotos. Así que me esfuerzo en grabar bien la imagen mental.
Coincidiendo con la caída del
sol, y casi por casualidad, llego a Gion, el barrio de las geishas. Caminando
por una gran avenida, me llama la atención un callejón con varias casas de
madera. Así que desvío mi recorrido y me encuentro una estampa que, salvo por
la presencia de algunos coches y de los cables que cuelgan a varios metros de
altura, hubiera visto cualquiera que pasase por allí hace cien años. Algunos de
los inmuebles están abiertos y dejan ver sus patios, decorados con flores y
pequeños estanques. Al final de una cuesta, preside el barrio una gran pagoda,
que pone la guinda perfecta al paisaje.
Me quedo con ganas de
dedicarle más tiempo a la ciudad. O de acercarme a la vecina localidad de Nara.
Pero la semana larga que he programado para mi viaje a Japón no da para más.
Por buscar el lado positivo, ya tengo la excusa perfecta para volver por esta
esquina del mundo. Sin embargo, la vuelta a Tokio me depara todavía una curiosa
escena en la que no había reparado por la mañana.
De nuevo en el Shinkansen, el
nombre japonés para el tren bala –debió ser una invención extranjera, porque en
japonés no significa eso– me fijo en la tripulación de a bordo. Está compuesta
por revisores, que visten un pomposo uniforme color beige y apariencia militar,
y azafatas que pasan a ratos empujando un carrito en el que venden bebidas y
aperitivos. Además de las labores propias de su puesto, todos ellos realizan un
curioso ritual: cada vez que entran en el vagón miran al pasaje y hacen una
reverencia; cuando llegan al otro extremo, abren la puerta y, antes de
sobrepasarla, se giran y vuelven a inclinarse en señal de respeto. Haciendo una
estimación a la ligera, he calculado que me han hecho en torno a cien
reverencias en todo el viaje. No merezco tanto.
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