miércoles, 17 de septiembre de 2014

Tintin en Japón (VIII) - Shinkansen a Kioto

A primera hora de la mañana estoy en la estación de Tokio para coger el tren bala hacia Kioto. Es impresionante la cantidad de frecuencias que tiene la línea, que conecta la capital con Osaka, así que no hay problema de plazas. Eso sí, la chica de la taquilla me comunica con cara apesadumbrada lo que para ella es una mala noticia: para el tren que yo quiero coger no quedan billetes de ventanilla en el lado desde el que se puede ver el monte Fuji. Solo puede ofrecerme un asiento de pasillo de ese lado del tren. Finalmente, las nubes me acompañan durante todo el trayecto y es imposible ver nada.


En algo más de dos horas y media llego a mi destino. En la oficina de turismo de la estación, me hago con un mapa de la ciudad y un bono para usar los autobuses urbanos. En lugar del ambiente rústico que yo esperaba, me encuentro una ciudad de tamaño medio por la que están desperdigados decenas de monumentos. Así que tomo el primer autobús, que me lleva por una larga avenida hacia el que es quizá el lugar más popular de la ciudad: el pabellón dorado.


Sin embargo, el lugar que más me ha impresionado es el palacio Ninomaru. Inserto en el castillo de Nijo, me hacen descalzarme para entrar en el edificio. Seguramente es una medida más para cuidar los suelos que, al igual que gran parte del edificio, son de madera. Bajo mis pies se escuchan sus crujidos. Leo que siempre fue así y que el suave chirrido, fácilmente perceptible en el silencio del lugar, servía para alertar de la presencia inesperada de sirvientes o visitantes. Decenas de puertas correderas dan acceso a las estancias del antiguo shogun. Laminas de oro y grabados en madera decoran las paredes. El lugar coincide casi totalmente con mi imagen mental de un antiguo palacio japonés. Mi única pena es que no está permitido hacer fotos. Así que me esfuerzo en grabar bien la imagen mental.


Coincidiendo con la caída del sol, y casi por casualidad, llego a Gion, el barrio de las geishas. Caminando por una gran avenida, me llama la atención un callejón con varias casas de madera. Así que desvío mi recorrido y me encuentro una estampa que, salvo por la presencia de algunos coches y de los cables que cuelgan a varios metros de altura, hubiera visto cualquiera que pasase por allí hace cien años. Algunos de los inmuebles están abiertos y dejan ver sus patios, decorados con flores y pequeños estanques. Al final de una cuesta, preside el barrio una gran pagoda, que pone la guinda perfecta al paisaje.


Me quedo con ganas de dedicarle más tiempo a la ciudad. O de acercarme a la vecina localidad de Nara. Pero la semana larga que he programado para mi viaje a Japón no da para más. Por buscar el lado positivo, ya tengo la excusa perfecta para volver por esta esquina del mundo. Sin embargo, la vuelta a Tokio me depara todavía una curiosa escena en la que no había reparado por la mañana.


De nuevo en el Shinkansen, el nombre japonés para el tren bala –debió ser una invención extranjera, porque en japonés no significa eso– me fijo en la tripulación de a bordo. Está compuesta por revisores, que visten un pomposo uniforme color beige y apariencia militar, y azafatas que pasan a ratos empujando un carrito en el que venden bebidas y aperitivos. Además de las labores propias de su puesto, todos ellos realizan un curioso ritual: cada vez que entran en el vagón miran al pasaje y hacen una reverencia; cuando llegan al otro extremo, abren la puerta y, antes de sobrepasarla, se giran y vuelven a inclinarse en señal de respeto. Haciendo una estimación a la ligera, he calculado que me han hecho en torno a cien reverencias en todo el viaje. No merezco tanto.

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