Siempre quise saber de dinero. Pero la
realidad es que, tirando por lo alto, nunca he llevado más de 100 euros en la
cartera. Así que todo esto de Grecia se me queda grande. Por eso, más que
certezas tengo sensaciones. Por supuesto, no son buenas.
Sobre el desastre económico y el caos de
una nación, algunos quisieron construir un faro de esperanza, ofrecer el
ejemplo perfecto del poder de la ciudadanía. Eligieron a un primer ministro
“bueno”, cercano al “pueblo”, la única opción para plantar cara al poder
económico global que marca el ritmo de todo ser humano entre la Tierra de Fuego
y Vladivostok, con dudosas excepciones como alguna isla caribeña, la mitad de
una península asiática y un puñado de países de cuyos nombres no quiero
acordarme.
Pero resultó que, frente a la primera
decisión controvertida que se le presentó, el nuevo líder decidió dejar la
patata caliente en manos de sus súbditos. Durante esos días, pensé mucho en los
límites entre el poder del pueblo para decidir sobre su futuro y la legitimidad
que conceden en las urnas a un mandatario, al que los ciudadanos otorgan su
confianza para que los represente, los gobierne y decida por ellos. Todavía no
he alcanzado una conclusión clara en este sentido, aunque estaré encantado de
discutir mis ideas al respecto con quien tenga tiempo y ganas.
En aquel momento, los griegos dijeron no a
la vía que les proponían desde Europa para hacer frente a su deuda. Pero solo
ha pasado una semana y, sin que nadie les preguntara, parece que les han
endilgado una solución que no es mejor que la primera. Básicamente, están
jodidos para una buena temporada.
Estaba claro que no podían salir bien
parados de esta. O los desplumaban sistemáticamente durante las próximas
décadas para saldar al menos una parte de la deuda o los aislaban del club de
los buenos por no pagar, con lo cual también les cerraban el grifo. En ambos
casos, iban a estar cual quinceañero castigado sin paga hasta que acabe la
universidad. Aun así, había gente ilusionada con que se decantaran por la
segunda opción y que alguien plantase cara de una vez por todas a los mascas
del mundo. Pero no pudo ser.
Ahora nos queda saber por qué. ¿Es
preferible tragarse el orgullo propio y el de una nación entera a distanciarse
de los que controlan los hurdeles mundiales? ¿Ha resultado que Tsipras vende
tanto humo como sus predecesores, a los que antes criticaba? ¿O le ha dado
vértigo ser el primero en salirse del redil en este proyecto de Europa unida
que no acaba de cuajar? A pesar de todas estas dudas, es evidente que al pobre
Alexis le ha tocado protagonizar una escena de coprofagia a escala
internacional. Y tiene para hartarse, con todo lo que le dejaron los que ocuparon el gobierno antes que
él.
Para el ciudadano de a pie, todo esto es
bastante desesperanzador. Al menos, para el que conservara alguna esperanza. Los
mayores de mi familia tenían un juego cuando yo era pequeño. Empezaba así:
“¿Quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?”. Y daba igual que dijeras
que sí o que no, porque la respuesta siempre era la misma: “Pero si yo no te
digo ni que sí ni que no, sino que si quieres que te cuente el cuento de la
buena pipa”. Nunca lo pensé hasta el momento de terminar estas líneas, pero
quizá me estaban preparando para el mundo en que me tocaría vivir.
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