Uno no descubre
cuánto le importa su imagen hasta que no se pone en manos de un peluquero que
no habla ni una palabra de inglés ni mucho menos de español. Hace casi ocho
años que solo he consentido que me tocaran la cabeza Tomás y Josema, mis
peluqueros de Triana. Era tal mi confianza y mi aprecio que en 2010 les dediqué
el texto que sirvió como punto de partida de este blog. Pero conforme pasaban
los meses en Syldavia, se iba haciendo inevitable que me pusiera en manos de un
estilista local.
Mi elección se
ha basado básicamente en un criterio de proximidad y dos o tres recomendaciones
no del todo fiables, ya que venían de forasteros como yo. Cuando entro, el
dueño del negocio está atendiendo a un cliente, mientras que su empleada parece
atareada retocando la decoración exterior. Así que me toca esperar. Ante la
incapacidad de leer los periódicos y revistas locales que se extienden sobre
una mesita y la ausencia de publicaciones masculinas –Tomás siempre tenía
alguna de esas escondida bajo el ABC del día– en las que no hace falta entender
ninguna lengua, solo me queda observar a mi alrededor. Lo primero que se me
viene a la cabeza es la peluquería de Cuéntame: muchos colores, muebles
antiguos… La espera se me hace más larga de la cuenta y me invade una inquietud
parecida a la que he sentido alguna vez esperando antes de entrar en el médico.
No me gustan nada los médicos.
Finalmente llega
mi turno y me dirijo al sillón. El cliente que se acaba de levantar se dirige a
mí y me pregunta si necesito ayuda con el idioma porque, como me temía, el
peluquero no sabe inglés. Mientras le explico mi pelado, refuerzo el mensaje
señalando con las manos cada parte de mi cabeza, con la esperanza de que quien
de verdad se tiene que enterar vaya cogiendo la idea. Por supuesto, ha sido de
esas veces en que, después de una explicación de dos o tres minutos, el
traductor no ha utilizado más de diez palabras para transmitirlo todo. Pero al
peluquero le vale.
¡Y allá va! Sin
mediar palabra –para qué, habrá dicho– se lanza a dar tijeretazos. Muchos y muy
rápidos. Tengo miedo. Pero al poco cambia de idea: suelta las tijeras sobre una
cajonera y agarra una maquinilla eléctrica. Más miedo todavía. Con un gesto –es
increíble todo lo que se puede decir moviendo dos o tres dedos– me explica que
va a descargarme de la mata de pelo que tengo para después rematar con la
tijera. La verdad es que, después de
casi cinco meses, había mucho que esquilar.
Por fin, decido
entregarme. Siempre me ha producido una sensación extraña mirarme fijamente en
los espejos de las peluquerías y ver cómo voy perdiendo en poco sminutos el
pelo que me ha costado semanas criar. Así que agacho la cabeza y clavo la
mirada en la rubia de pelo rizado y labios rosa intenso estampada en la capa
que me cubre. Algo hay que mirar.
Hasta que todo
acaba. Echo de menos el masaje de tomas o su charla sobre la jornada
futbolística del fin de semana, pero al final no ha ido tan mal. A pesar de que
en Triana me siguen haciendo precio de estudiante a mis treinta y uno, aquí ha
sido más barato. Paso el resto de la tarde mirándome en cada espejo que
encuentro a mi paso. No he conseguido encontrar ningún trasquilón, así que no
tengo queja.
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