“Si de verdad te sientes una
persona democrática hazlo saber y pasa este artículo a tu gente”. He usado mi
talante democrático para no mandar a tomar por culo al emisor de tal mensaje. Me
niego a que mi compromiso con la democracia se mida a partir de los enlaces que
cuelgo en mi muro de Facebook. Y la cosa es que el enlace que adjuntaba me
parecía bastante acorde con mi postura sobre el tema que trataba. Sin embargo, el
chantaje emocional barato me ha llevado a ignorarlo.
Empiezo a estar harto de tanto
contenido viral, de que el éxito de ideas, campañas, corrientes de pensamiento
y demás material susceptible de ser difundido por Internet se mida en función
de las veces que ha sido enlazado por los internautas. Pero esa es la dirección
que ha tomado esta sociedad de la información mal manejada: millones de
usuarios cuya mayor habilidad consiste en clicar con su ratón a diestro y
siniestro, pero incapaces de escribir tres líneas sobre cualquier cosa.
Llevo varios años llegando
tarde a las últimas tendencias tecnológicas. Abrí mi perfil de Facebook
bastante tiempo después de que todo el mundo lo tuviera; resistí todo lo que
pude con mi antiguo móvil antes de pasarme al Smartphone; entré en WhatsApp
casi por imperativo social. Así que no descarto que mi dificultad a la hora de
asumir esta nueva tendencia sea simplemente otro síntoma de mi retraso.
Pero todavía me cuesta
comprender por qué esta misma mañana he visto tres o cuatro enlaces a un mismo
vídeo de una niña argentina haciendo el payaso –algo que debía estar protegido
por la legislación de menores, por cierto– como si aquello fuera la primera
lección para conocer el sentido de la vida.
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