A pesar de su cielo gris casi
permanente, o tal vez precisamente para compensar eso, Copenhague es una ciudad
muy colorida. Una de las imágenes más características es la zona
de Nyhavn, una hilera de casas de vivos colores que bordean uno de
los muchos canales que recorren la ciudad. Sin embargo, esperaba que
el resto de calles estuvieran flanqueadas por edificios de piedra o
ladrillos, de tonos apagados, en los que la única nota de color
sería el verde de cúpulas y tejados de bronce. Nada más lejos de
la realidad.
Tras varios días paseando por
Copenhague, he desarrollado la siguiente teoría: debe existir una
ordenanza municipal que impone a cada comunidad de vecinos pintar su
fachada de un color distinto al de los inmuebles colindantes. La
falta de tiempo, mi total desconocimiento del idioma danés y otros
factores que ahora no vienen al caso me han impedido comprobar tal
punto. En cualquier caso, he querido refutar mi teoría con material
gráfico que prueba que, al menos, existe una regla no escrita al
respecto.
Y entre tanto edificio de colores,
también llama la atención la diversidad de tonos en la piel de los
daneses que pasean entre ellos. De un país nórdico, uno espera
pieles blanquecinas, ojos claros y pelos rubios. Sin embargo, tonos
más oscuros revelan la presencia de una población inmigrante,
llegada de zonas más cálidas, que han decidido acostumbrarse al
frío en busca de prosperidad.
Es bastante discutible si lo han
conseguido o no. Abundan los restaurantes turcos, tailandeses y los
nacionales de esas tierras cuyo empleo es cargar un gran cartel con
los precios y los menús de estos establecimientos. Pero también es
llamativa la industria sumergida del reciclaje. Sentado en el banco
de un parque, he tropezado muchas veces con algunos que pasan
rebuscando latas y vidrios por las papeleras, seguramente para
revenderlos y conseguir unas coronas. Si pagaran las latas tan caras
como las venden cuando están llenas de cerveza quizá sería un buen
modo de vida, pero lo dudo mucho.
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