Hacía tiempo que tenía ganas
de hacer un viaje en coche. Y los Balcanes me parecen un sitio muy apropiado
para hacerlo. Aunque el imperio de las autopistas de peaje está llegando poco a
poco a aquellas tierras, basta con perderse por Bosnia para volver a un tiempo
que yo ni siquiera he vivido. Y eso, de forma totalmente involuntaria e
imprevista, fue lo que hicimos.
Croacia es un país estrecho y
alargado que se extiende por la orilla oriental del mar Adriático. Sin embargo,
los acuerdos de paz tras la guerra de los Balcanes dividieron el país en dos
para darle a Bosnia Herzegovina un pequeño corredor por el que salir al mar. Y
ahí es donde comenzó nuestra aventura particular.
Los viajes en coche han
cambiado mucho desde que yo era pequeño. Guardo grandes recuerdos de los
veranos de mi primera década de vida, recorriendo Europa en el asiento de atrás
de un Golf rojo. En la guantera siempre había un mapa, donde las carreteras
aparecían marcadas por colores según la categoría que le hubiese otorgado la
autoridad nacional competente. Más de dos décadas después, estamos rodeados de
GPS’s que, sin embargo, no siempre hacen el camino más fácil.
Cualquiera que sepa
mínimamente leer un mapa habría coincidido en que para llegar desde el norte de
Italia hasta la costa de Montenegro bastaba con seguir la carretera que
transcurre paralela a la costa croata. Sin embargo, uno de los tres sistemas de
navegación que consultábamos indicaba que podíamos ahorrar una hora de trayecto
si, al atravesar el corredor bosnio, girábamos hacia el interior para tomar una
ruta alternativa. Por supuesto, tardamos mucho más tiempo del esperado. Pero lo
que allí vimos nos ha dado para contar muchas más historias que el resto del
viaje.
Encajonados entre montañas,
ninguno de los sistemas de navegación captaba la señal para identificar dónde
estábamos y, por supuesto, no teníamos a mano ningún mapa de la zona. Así que
lo único que quedaba en el coche para ayudarnos a decidir qué camino tomar era
mi sentido de la orientación. Sabía que teníamos que ir hacia el sur. Lo que
desconocía era la clase de carreteras que había en esa dirección. Eso nos llevó
en ocasiones a caminos de tierra, carriles por los que apenas cabía un coche y
otros lugares que nadie debería perderse.
Avanzamos a través de un
amplio valle en el que no se veía ni rastro de presencia humana. De trecho en
trecho se veían junto a la carretera viejas casas que la guerra y el paso del
tiempo se habían encargado de dejar en ruinas. Según pude ver más tarde en un
mapa, viajamos en paralelo a la frontera sur entre Bosnia y Croacia, una zona
que quedó prácticamente despoblada tras la guerra. Por lo que me han contado,
fue una de las que registró los conflictos más cruentos. De hecho, si se
observan las líneas de las fronteras, queda un fragmento de tierra de nadie
destinado a separar a los enemigos.
Otra consecuencia de la guerra
son los carteles alertando a los viajeros de la presencia de minas junto a la
carretera. Veinte años después de que se alcanzara la paz, aún quedan miles de
trampas activas por muchas zonas del país, por lo que se recomienda no salirse
de los caminos asfaltados. Aunque ya el año pasado me topé con alguna de estas
señales en mi primer viaje por Bosnia, no deja de ser impactante el pensar que
a cinco metros de ti, y en medio de la nada, puede haber una bomba que te haría
saltar por los aires con tan solo pisarla.
La primera forma de vida que
encontramos fue un chico ucraniano que esperaba junto a su pareja ante la
puerta cerrada de lo que parecía ser el equivalente local a un alojamiento
rural con encanto. No sé si él era capaz de señalar en un mapa donde estaba y,
por supuesto, no tenía ni la más remota
idea de cómo se llegaba desde allí a Montenegro. Así que los dejamos esperando
y seguimos nuestro camino.
De pronto, vimos a lo lejos
una mancha oscura que se movía lentamente por la carretera. Al acercarnos un
poco más comprobamos que era una tortuga que cruzaba tranquilamente la
carretera. Como el nuestro era seguramente el único coche en varios kilómetros
a la redonda, paramos y nos bajamos a contemplarla más de cerca. El pobre
animal se alarmó un poco por nuestra presencia y, a su manera, comenzó a correr
para llegar a su destino. Así que, después de un par de fotos, la dejamos
tranquila y seguimos nuestro camino.
Poco más allá, una vaca
descansaba tranquilamente en medio de la carretera. Mi conductora, con miedo de
que pudiera embestirnos, no se atrevía a acercarse y hacía sonar el claxon
desde lejos, pero el animal no parecía inmutarse. Solo cuando otro coche vino
en sentido contrario, la vaca se hizo a un poco a un lado y, pegando un
acelerón para evitar un ataque de la res, la dejamos atrás.
Cuando estábamos a punto de
perdernos otra vez en un cruce de caminos, apareció el tercer coche que veíamos
en toda la tarde y conseguimos pararlo. A pesar de que sus dos ocupantes no
hablaban ni papa de inglés y de nuestras evidentes limitaciones con el idioma
local, conseguimos entender sus instrucciones y en poco más de media hora
estábamos cruzando la frontera montenegrina.
Y así concluyó nuestro breve
periplo bosnio, en el que puedo decir sin dudarlo que encontramos más animales
que personas: una tortuga, cuatro o cinco vacas y un rebaño de cabras frente a
apenas cinco humanos. Por primera vez, Montenegro me parecía un lugar
civilizado. Sin embargo, como la primera vez, me quedo con ganas de volver a
Bosnia.
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