El tiempo me sobra y me falta
casi a partes iguales. Marca mi vida, al igual que la de todos vosotros, y no
hay manera de alterarlo o manejarlo lo más mínimo. Apenas puedo observar cómo
pasa siguiendo el movimiento circular de unas manecillas. Pero eso lo hace
incluso más tedioso.
Se me va demasiado deprisa
cuando necesito más. Parece no avanzar cuando anhelo un momento futuro —una visita, una llamada, un encuentro— que no termina
de llegar nunca. Mientras los días se me hacen más largos, los años se vuelven
cada vez más cortos. Una extraña sensación de dilatación y contracción simultánea
por la que ayer o mañana quedan demasiado lejos, mientras que un día de hace
ocho meses parece más reciente de lo que indica el calendario.
Despierto en plena noche y mi
reloj marca las 3.57. Parece que ha pasado una eternidad desde que cerré los
ojos, pero en realidad hace menos de tres horas. Apenas me queda sueño que
dormir, pero resta otra eternidad hasta que sea momento de levantarse y
reanudar la vida cotidiana. La habitación está oscura, en silencio y cualquier
signo de la vida que transcurre detrás de la persiana es casi imperceptible. Y
el tiempo no pasa. A veces, la mente se parece demasiado a esa misma
habitación. Incluso a plena luz del día.
Mientras que algunos fantasean
con viajar en el tiempo, yo no aspiro ni siquiera a controlarlo. Si acaso a
soportarlo, ya que he de vivir con él hasta que se me acabe. Quizá a comprenderlo.
Y, si es posible, a utilizarlo de la manera más provechosa posible.
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