Todo lugar que se precie debe tener un tópico que
define su naturaleza o la de sus habitantes. En el caso de Madrid, la creencia
popular dice que los madrileños son unos chulos y que se sienten un escalón por
encima del resto del país. Aunque lo políticamente correcto es decir que todo
eso no tiene justificación, es innegable que algo hay. Y no todo es culpa de
los habitantes de la capital. Los de fuera lo ponen demasiado fácil algunas
veces.
El prototipo de familia –papá, mamá, niña de la mano
y niño en el carrito– entra en un vagón de la línea 1 del metro, que recorre
las zonas más céntricas y más transitadas de la ciudad. A pesar de que el tren
va atestado de gente, no se les ocurre coger en brazos al pequeño y plegar la
sillita. Apenas consiguen avanzar y se quedan frente a la puerta. El resto de
pasajeros tiene que apretarse un poco más y esquivarlos cada vez que quieren
bajar en una estación. Así que, en tan solo unos segundos, se convierten en el
centro de atención de los demás viajeros.
A su lado se encuentra otra familia del mismo
estilo. No se conocen, pero en seguida entablan relación. Unos son de un pueblo
de Badajoz y los otros de Rota (Cádiz). Es fácil saberlo, porque hablan
prácticamente a gritos y se cuentan los unos a los otros las primeras anécdotas
de su paso por Madrid. Entre el resto del pasaje se cruzan miradas y sonrisas
que delatan una mezcla de simpatía y vergüenza ajena.
Y, cuando todo el vagón está pendiente de su
conversación, uno de ellos se para a pensar dónde está metido y cómo funciona
aquello: “oye, ¿y esto gastará mucha gasolina o va por el cable de la luz?”. Dudas
de la gente de provincias que dan pie a que los de la capital se rían un rato. Los
de la capital y cualquiera que haya visto desde el andén un convoy que se acerca
desde el túnel soltando chispaos. Pero quizá el que pregunta llegó anoche al
hotel en su coche y se está montando en metro por primera vez esta mañana.
Más allá de la anécdota puntual, la ciudad ofrece
decenas de situaciones en las que fácil delatarse como forastero. Como esos que
otean el horizonte despreocupados desde el centro de las escaleras mecánicas
sin darse cuenta de que interrumpen el paso de gente que va con prisas. O los que se gritan de un lado a otro de la calle tratando de mantener unido a su grupo entre la marea humana que sube por cualquiera de las cuestas que desembocan en la Plaza Mayor. Seguramente
son más los visitantes que se mezclan fácilmente con las masas locales y pasan
desapercibidos. Pero aun queda demasiada gente para la que salir de su tierra
es una excepción y pasear por la capital es toda una aventura. Y después se
molestan porque los del Foro presuman de capitalidad.
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