Llevo años queriendo hacer un
viaje en coche. Disfrutar de la libertad de moverte donde y cuando quieras, los
paisajes que guardan algunas carreteras escondidas, esos pueblos que aparecen
en el camino y que resultan ser una grata sorpresa. Esta vuelta a España no ha
sido la ocasión soñada por mí. Habría muchas cosas que mejorar. Pero sí que me
ha brindado alguno de los privilegios de viajar sobre cuatro ruedas.
Uno de ellos es comer en la
carretera. La primera clave –creo que es un estándar internacional– es elegir
un local donde haya cinco o seis camiones parados. Los camioneros son a los
bares de carretera lo que las estrellas Michelin a un cocinero famoso. Por eso,
otro rasgo identificativo es que tengan un aparcamiento amplio: una gran
explanada en la que el asfalto de la carretera ha dejado su lugar a una capa de
arena y gravilla que los pasos de los clientes mueven del coche al bar y del
bar al coche.
El primero de estos bares lo
encontramos en la provincia de Soria, a unos pocos kilómetros de la capital.
Aunque son los primeros días de julio, el cielo está cubierto y corre un aire
fresco que invita a la manga larga. Así que opto por una comida contundente:
guiso de garbanzos y salchichas al vino. “Buen almuerzo”, comenta la camarera
sonriente mientras anota la comanda en su libreta.
En plena provincia de Soria
hay quienes prefieren tomar espaguetis a la carbonara o un gazpacho andaluz.
Cosas de la globalización, que llega mucho más allá de la comida. Los manteles
de cuadros y las sillas de madera oscura conviven con la tele de plasma y una
red wifi gratuita para los clientes. Parece que no solo se para a comer o a
echar un café para mantenerse despierto al volante, sino también a mirar el correo
electrónico y a buscar en Google algo sobre el próximo destino.
Pero lo de los camiones no
deja de ser la verdad más grande para el conductor hambriento. Tres días más
tarde, un segundo intento me lleva a otro bar de carretera de la provincia de
Lugo. En la puerta hay bastantes coches, pero apenas un camión. No obstante, el
miedo a no encontrar otro lugar o a que se haga tarde puede más. En apenas
media hora, una comida poco conseguida y un vino con sabor a desinfectante
castigan la imprudencia.
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