El cartel azul con la H en
blanco junto a la puerta no dejaba lugar a dudas de que estábamos en el sitio
correcto. Sin embargo, la escena que se presentaba en el hall de entrada me
hizo dudar. Medio centenar de ancianos –unos sentados alrededor de mesas
blancas, otros paseando con andadores y algunos empujados por enfermeras en sus
sillas de ruedas– atestaban el lugar. Sobre un gran mostrador, que parecía ser
la recepción, un gran cartel indicaba las instalaciones disponibles en cada
piso. Sin embargo, el nombre de dichas áreas parecía corresponder más a un
centro sanitario que a un alojamiento vacacional. Más que un hotel, aquello
parecía un geriátrico.
La búsqueda de lugares baratos
lleva a veces a sitios increíbles. Increíbles no por buenos, sino en el sentido
más literal de la palabra: de esos que no puedes creer que existan. He dormido
en una habitación con una holandesa muda que solo hacía ruido cuando movía su
silla de ruedas eléctrica, he dormido en la cubierta de un barco por no pagar
un camarote, he compartido literas con todo tipo de mochileros… Pero este
sitio, situado en una de las colinas en las que se asientan las afueras de
Oviedo, se lleva la palma.
Efectivamente, es una
residencia de ancianos. Sin embargo, parece que calcularon por lo alto el
número de habitaciones y. las que les sobran, se las alquilan a turistas. Eso
en el mejor de los casos. Se me ocurren motivos más macabros por los que el
establecimiento tiene plazas de sobra, pero no quiero herir la sensibilidad de
nadie. El hecho es que les sobra mucho sitio. Durante el curso, también es una
residencia universitaria. Ya me imagino el buen rollo que habrá de septiembre a
junio entre los vejetes y los jovencillos. Seguro que se bajan juntos a ver el
partido o a jugar un dominó para aliviar tensiones después de los exámenes.
Superada la primera impresión,
el sitio no está tan mal. Tienen gimnasio, psicina, sala de ordenadores, aulas
para cursos y conferencias, salón de belleza, una pequeña clínica dental… Tienen
incluso una guardería. Vamos, que puedes llegar allí con unos meses y, setenta
u ochenta años después, morir en el mismo establecimiento. Una ventaja para esa
gente a la que no le gustan los cambios de aires.
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