sábado, 22 de enero de 2011

Salud

Nunca he sido muy aficionado a ir al médico. De hecho, a pesar de que la ciencia no me desagrada, creo que mi fobia a las batas blancas me apartó de cualquier carrera que me hubiese llevado a un laboratorio o cualquier otro lugar donde hubiera que llevarlas. Por eso, desde mi rol de acompañante, observo más inquieto de lo habitual todo cuanto sucede a mi alrededor.

Estoy en el único centro de salud del pueblo y, a estas horas ,el único de guardia en la comarca. El mismo espacio sirve de recibidor y sala de espera. Cada vez se va llenando más. Salvo algunos que vienen para una cura, los síntomas de la mayoría de pacientes son los mismos: tos, fiebre, mucosidad, malestar. Enero en su máximo explendor.

A mi lado, una chica de no más de dieciséis años ameniza mi espera con un sonoro concierto de tos seca. Dice que tiene mucha fiebre y que le duele todo. Si no me contagio de ésta es que estoy hecho un toro.

Mientras espero, hay algo que me asombra, me alarma, me enfada… El administrativo que toma nota de los pacientes que van llegando también apunta sus síntomas. Hasta ahí normal. Pero a continuación, emite su propio diagnóstico de los recién llegados o se permite opinar sobre el tratamiento que siguen los que ya han venido hace varios días y vuelven porque no mejoran.

De esto debe ser de lo que hablan cuando alertan del peligro de la automedicarse. Y mientras la administración sanitaria lucha contra ello, en sus propios centros se practica como si tal cosa. Menos mal que los que lo están escuchando van a entrar en un momento a ver a un médico de verdad.

Lo de los médicos a veces me recuerda a los periodistas: parece que todo el mundo entiende sobre su trabajo. La diferencia es que a ellos al menos les suelen pedir su título para acceder a un empleo.

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