lunes, 5 de enero de 2015

Tintin en Venecia (I) - Plazas y rincones

La Piazza San Marco es sin duda el lugar más característico de Venecia. Es una parada obligada para cualquier turista, ya sea el que solo tiene unas horas antes de que su crucero zarpe hacia la siguiente escala o para quien, como yo, tiene una semana entera para disfrutar de la ciudad. A menudo huyo, no sé si consciente o inconscientemente, de todo aquello que adoran las masas: best-sellers, sagas cinematográficas o atracciones turísticas. Pero este es uno de esos lugares a los que es imposible resistirse. Nada importa que ya hubiera estado en dos viajes anteriores, que esta vez me queden tantas cosas nuevas que ver o que esté atestada de gente a cualquier hora. Doblar una esquina y, de repente, recibir la visión de la interminable hilera de soportales es una imagen que emociona, por más veces que la hayas visto antes. Y entonces avanzas unos metros, giras la cabeza y ves la parte más impresionante de lugar, que hasta entonces quedaba a tu espalda: la basílica, el campanile y la torre del reloj. Y, a la derecha, el Palacio Ducal y la salida a la laguna. Recuerdo pocos lugares tan grandiosos en el mundo.


Si tuviera que ponerle una pega a tan magno escenario, sería la cantidad de gente que hay siempre. Debe ser que lo quiero solo para mí. Venecia no es una ciudad tan grande. Por eso, la cantidad de turistas que recibe se hace más molesta que en otros destinos monumentales como París, Roma o Londres. Sin embargo, hay una particularidad que ayuda a aliviar los efectos de este hecho. Una gran mayoría de estos visitantes se concentran entre en el triángulo imaginario que forman San Marco, el puente de Rialto y la estación de tren de Santa Lucía. Fuera de esa zona, es posible caminar tranquilamente, empaparse de la ciudad y encontrar todo tipo de rincones pintorescos. Menos conocidos, pero tan merecedores de ser vistos como los lugares más típicos.

Sería un gran tópico decir que en estas calles alejadas del meollo turístico uno llega a ver la vida de los venecianos. La impresión general es que se trata de callejones bastante solitarios, quizá simplemente por la comparación con el bullicio del centro de la ciudad. Pero no es habitual encontrar por allí a gente paseando. Si acaso, a caminantes solitarios que parecen andar con prisa por llegar a su destino final. Quizá el frío tiene algo que ver con todo esto. Pero sí que se encuentran algunas escenas más cotidianas, como ropas tendidas de las ventanas, casas más humildes –al menos, no tan imponentes como los palacios del centro de la ciudad–, puentes más sencillos y comercios o restaurantes de barrio. Todo conforma una postal que dista de ser idílica, pero que mantiene una cierta armonía: las calles vacías, el frío, la humedad, la tranquilidad de los canales y el silencio que lo envuelve todo, alterado únicamente por el sonido de los pasos sobre el pavimento y el graznido ocasional de algún pájaro.


Y al final, cuando vuelva a casa, los mejores lugares de mi memoria quedarán reservados para los sitios de siempre. Porque sí. Porque lo impone la cultura visual de esta época o, simplemente, porque son más bonitos. Desde luego, son impresionantes. Por eso, cada paseo por las afueras termina indefectiblemente en los lugares más concurridos. Esos por los que uno nunca se cansa de pasar y de los que se pregunta si volverá a verlos otra vez o si debe capturar cada detalle que capta la retina para construir una fiel reproducción por la que pasear con la mente cuando la nostalgia apriete.

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