La Piazza San Marco es sin
duda el lugar más característico de Venecia. Es una parada obligada para
cualquier turista, ya sea el que solo tiene unas horas antes de que su crucero
zarpe hacia la siguiente escala o para quien, como yo, tiene una semana entera
para disfrutar de la ciudad. A menudo huyo, no sé si consciente o
inconscientemente, de todo aquello que adoran las masas: best-sellers, sagas
cinematográficas o atracciones turísticas. Pero este es uno de esos lugares a
los que es imposible resistirse. Nada importa que ya hubiera estado en dos
viajes anteriores, que esta vez me queden tantas cosas nuevas que ver o que
esté atestada de gente a cualquier hora. Doblar una esquina y, de repente,
recibir la visión de la interminable hilera de soportales es una imagen que
emociona, por más veces que la hayas visto antes. Y entonces avanzas unos
metros, giras la cabeza y ves la parte más impresionante de lugar, que hasta
entonces quedaba a tu espalda: la basílica, el campanile y la torre del reloj.
Y, a la derecha, el Palacio Ducal y la salida a la laguna. Recuerdo pocos
lugares tan grandiosos en el mundo.
Si tuviera que ponerle una
pega a tan magno escenario, sería la cantidad de gente que hay siempre. Debe
ser que lo quiero solo para mí. Venecia no es una ciudad tan grande. Por eso,
la cantidad de turistas que recibe se hace más molesta que en otros destinos monumentales
como París, Roma o Londres. Sin embargo, hay una particularidad que ayuda a
aliviar los efectos de este hecho. Una gran mayoría de estos visitantes se
concentran entre en el triángulo imaginario que forman San Marco, el puente de
Rialto y la estación de tren de Santa Lucía. Fuera de esa zona, es posible
caminar tranquilamente, empaparse de la ciudad y encontrar todo tipo de
rincones pintorescos. Menos conocidos, pero tan merecedores de ser vistos como
los lugares más típicos.
Sería un gran tópico decir que
en estas calles alejadas del meollo turístico uno llega a ver la vida de los
venecianos. La impresión general es que se trata de callejones bastante
solitarios, quizá simplemente por la comparación con el bullicio del centro de
la ciudad. Pero no es habitual encontrar por allí a gente paseando. Si acaso, a
caminantes solitarios que parecen andar con prisa por llegar a su destino
final. Quizá el frío tiene algo que ver con todo esto. Pero sí que se
encuentran algunas escenas más cotidianas, como ropas tendidas de las ventanas,
casas más humildes –al menos, no tan imponentes como los palacios del centro de
la ciudad–, puentes más sencillos y comercios o restaurantes de barrio. Todo
conforma una postal que dista de ser idílica, pero que mantiene una cierta
armonía: las calles vacías, el frío, la humedad, la tranquilidad de los canales
y el silencio que lo envuelve todo, alterado únicamente por el sonido de los
pasos sobre el pavimento y el graznido ocasional de algún pájaro.
Y al final, cuando vuelva a
casa, los mejores lugares de mi memoria quedarán reservados para los sitios de
siempre. Porque sí. Porque lo impone la cultura visual de esta época o,
simplemente, porque son más bonitos. Desde luego, son impresionantes. Por eso,
cada paseo por las afueras termina indefectiblemente en los lugares más
concurridos. Esos por los que uno nunca se cansa de pasar y de los que se
pregunta si volverá a verlos otra vez o si debe capturar cada detalle que capta
la retina para construir una fiel reproducción por la que pasear con la mente
cuando la nostalgia apriete.
No hay comentarios:
Publicar un comentario