martes, 13 de enero de 2015

Tintin en Venecia (IV) - Vaporetto

Aunque es tan necesaria para nuestras vidas, el agua es un elemento extraño para el ser humano. Al menos, para mí lo es. Bañarme en un lago, en un río o en el mar me maravilla y a la vez me asusta un poco. Un elemento extraño, incontrolable; me envuelve, me atrapa y escapa a cada movimiento que yo hago para intentar atraparla. Y como lo incontrolable es interesante, el agua genera un interés especial.

Y eso explica, en gran parte, el encanto de Venecia. Por supuesto que hay iglesias bonitas o palacios grandiosos, pero nada se puede comparar con la sensación de pasear por calles de agua. Recuerdo perfectamente mi primera visita, con apenas siete u ocho años, y cómo aquella sensación me conquistó. Más de dos décadas después, a pesar de que ya sabía qué me iba a encontrar, la sensación ha sido la misma.


Por eso, tomar cualquiera de las líneas del vaporetto y pasear por el Gran Canal o rodear las islas de la ciudad es un placer al que no me puedo resistir. Solo me he privado de experimentarlo más veces por el altísimo precio del billete. El bono de un día se acerca bastante a las tarifas que en otras ciudades tiene el abono mensual de transporte público. Pero esto es Venecia. Y en vez de viajar sobre asfalto en un autobús, se navega.


Comprendo que a los lugareños les debe resultar algo aburrido, e incluso incómodo, esta forma de desplazarse por su propia ciudad. Pero a los forasteros nos maravilla. Por eso, mientras los primeros se resguardan del frío en las cabinas cubiertas, los segundos se agolpan en los pocos asientos disponibles en la proa y en la popa, a merced de las bajas temperaturas pero sin una mampara que impide fotografiar correctamente cada rincón pintoresco por el que pasa la embarcación.


Desde el agua se ven lugares y detalles que no se perciben igual caminando. Lo más popular es recorrer de punta a cabo el Gran Canal para contemplar los suntuosos palacios que se levantan a uno y otro lado. Pero también es curioso acercarse al cementerio, en la isla de San Michele, o contemplar los embarcaderos que dan acceso a un cuartel de bomberos o al servicio de urgencias de un hospital.


Pero la belleza que me rodea no impide que yo mantenga mi principal manía a la hora de subir a cualquier barco: localizar los salvavidas. Por más glamuroso que sea morir en Venecia –hay mucho seguidor de Thomas Mann por ahí suelto– yo prefiero no ponérselo fácil a la parca. Todavía confío en vivir suficiente para hacerle otra visita a Venecia.

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