Se está convirtiendo para mí
en una tradición el tomar las uvas en un lugar espectacular. El problema es que
cada Nochevieja me pongo el listón más alto. Estando en Venecia, el lugar
elegido no podía ser otro que la Piazza San Marco, donde los propios lugareños
celebran la llegada del nuevo año al son de las campanas de la basílica y con
el estruendo de los fuegos artificiales que se lanzan sobre la laguna.
Después de una cena en casa
protagonizada por las tradicionales lentejas y el cotechino, un delicioso
embutido cocinado que ya probamos hace dos años en Roma, nos echamos a la calle
con nuestra particular bolsa de cotillón: paquetes de doce uvas, botella de
espumoso y vasito de plástico para escanciarlo. Aunque en Venecia siempre hay
gente, cuando solo queda una hora para el año nuevo parece haber más que nunca.
Caminamos en manada hacia San
Marco. Es difícil perderse, porque todo el mundo va hacia el mismo sitio. No
llega a ser agobiante porque el ritmo es continuo, nadie se para. Pero si que
impresiona procesionar engullido por la masa recorriendo las pequeñas
callejuelas del centro de la ciudad. Hasta que, finalmente, desembocamos en uno
de los soportales que rodean la plaza.
En ese momento, recuerdo los
controles de seguridad de los que tanto he oído hablar para acceder en una
noche como esta a la Puerta del Sol de Madrid. Y me acuerdo de ellos porque aquí
no hay ni rastro de ellos. Supongo que el ambiente es parecido: ganas de
fiesta, alcohol, algún que otro petardo… Pero parece que la policía italiana no
estima necesaria tanta seguridad. Quizá los italianos son más civilizados y
saben separar la fiesta del vandalismo.
Como va llegando la hora, nos
acercamos a la fachada del Palacio Ducal para contemplar mejor los fuegos
artificiales. De pronto, un repiqueteo de campanas anuncia el año nuevo. Y,
prácticamente al instante, comienza un enorme castillo de fuegos artificiales.
Al principio, intento tragar las uvas al ritmo de las detonaciones. Pero
enseguida compruebo que es imposible y decido, como en los últimos años,
tomarlas a mi ritmo.
Después de dar un breve paseo
por el centro de la ciudad para recibir el año, volvemos a casa. Las calles
siguen atestadas. De las casas y los locales sale música a todo volumen. Desde
la ventana de un primer piso, una pandilla de chicas de unos veinte años
felicita el año a grito pelado a todo el que pasa por debajo. Recuerdo haber
visto la ciudad mucho más llena de gente, pero nunca tan alegre. El paseo ha
merecido la pena.
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