Quienes me conocen saben que
la música es media vida para mí. Y buena parte de culpa de que sea así la tiene
Paul McCartney. Con él aprendí mucho del inglés que sé. Por sus canciones – las
compuestas con John Lennon y las suyas en solitario – aprendí a tocar. Durante
años rebusqué en los estantes de tiendas de música de media Europa para
conseguir todos sus discos. Tengo una reproducción de su bajo Hofner… Es de
esas personas de las que sé tanto que lo considero alguien bastante cercano. Por
todo eso, tenía una cuenta pendiente: verlo en directo.
Casi tres meses después de comprar las entradas, y después de que en las dos últimas noches los nervios me atacaban como a un niño el día de Reyes, por fin llegó la hora de dirigirse al concierto. Una vez dentro, a mi alrededor encontré a decenas de personas que compartían mi pasión por el Beatle más prolífico: jóvenes que intercambiaban anécdotas sobre Paul y sus canciones, cincuentones que recordaban el dineral que se habían gastado para conseguir alguno de sus vinilos más históricos o gente que esperaba en silencio con la mirada perdida a que llegase la hora.
Y por fin llegó. Paul saltó al
escenario escoltado por su banda, saludó a uno y otro lado, hizo un gesto a su
batería y empezó la fiesta. A hard day’s night fue la primera. Uno de los
grandes clásicos de los fab four que McCartney rescata en esta gira por primera
vez después de más de cincuenta años. Sin embargo, no puedo decir que me
sorprendiera. Aunque me propuse no leer nada sobre la gira para no saber qué me
esperaba, un día me tropecé con una noticia que desvelaba cómo comenzaba el
espectáculo de este último tour. Pero eso no me impidió disfrutar. Y canté a
voz en grito como siempre había soñado.
Un repertorio en el que
alternaron temas de rock, baladas, clásicos de los Beatles, joyas medio
olvidadas de los Wings o los últimos éxitos en solitario me hizo vibrar durante
las siguientes dos horas y media. Aunque he visto decenas de vídeos de sus
actuaciones en directo y muchos de los patrones habituales se repitieron,
también hubo espacio para canciones que no esperaba escuchar: temas de los
Beatles de esos que pasaron desapercibidos entre los grandes éxitos – You won’t
see me, Being for the Benefit of Mr. Kite! –, versiones de Wings que habían
desaparecido de los directos hace mucho tiempo – Letting go, Hi, hi, hi – o el
fruto de la reciente colaboración con Kanye West y Rihanna, que sonó genial
interpretada solo por Paul.
Otros momentos eran más
previsibles, pero no por ello perdieron valor. Verlo solo en el escenario, que
se levantó unos metros para la ocasión, tocando Blackbird con la guitarra
acústica; la versión de Something en homenaje a George Harrison, que comenzó a
tocar con un ukelele que el propio George le regaló; y qué decir de Yesterday,
que cincuenta años después sigue siendo tan bonita como el primer día, o de Hey
Jude y de ese na, na, na final en el que gasté los últimos hilos de voz que me
quedaban.
Y, al final, llegó The End. Y con The End llegó el final. Y así se terminó una sucesión de canciones antiguas que sonaron tan modernas como si las hubieran compuesto hoy y temas actuales que bien hubieran podido encajar en la mejor época de los Beatles. Ahí reside la grandeza de un artista que, con más de medio siglo de carrera a sus espaldas y a punto de cumplir 74 años, sigue transmitiendo una frescura y una vitalidad envidiables sobre el escenario.
Empujado por una débil marea
humana, salí lentamente del estadio mientras escuchaba los comentarios de los
otros espectadores. Cada uno comentaba el momento que más le había llegado del
concierto. Muchos confesaban haber llorado con alguna canción en concreto.
Admito que, aunque no había planeado cuándo ni con qué tema, yo no descartaba
reaccionar así. Sin embargo, no lo hice en ningún momento. Canté, grité, bailé,
toqué las palmas y moví la cabeza al compás de las canciones, sonreí de oreja a
oreja… Pero no derramé ni una lágrima. Quizá para que no me impidieran ver ni
un solo segundo de una noche que no olvidaré fácilmente.
Ya he visto a Paul McCartney.
Ya puedo morirme tranquilo. Y él también.