Quien me conozca un poco sabe
que soy más de ciudad que de campo. Eso no quita que me desagrade un día de
senderismo o un baño en algún río, pero es innegable que me siento mejor entre
edificios y pisando sobre asfalto. Quien tenga unas mínimas nociones de Noruega
sabrá que la mayor parte de los atractivos del país se encuentran en la
naturaleza: fiordos, lagos, glaciares y cascadas están a menudo bastante alejados
de cualquier núcleo urbano.
El objetivo de esta breve
introducción no es justificar que no me haya gustado Noruega – nada más lejos
de la realidad –, sino dar pie a mi desconcierto con el modelo habitacional del
país nórdico.
Además de las grandes
ciudades, el mapa muestra al viajero que trata de planificar su ruta un sinfín
de puntos que parecen ser pueblos. Sin embargo, cuando el mismo viajero recorre
las carreteras noruegas, lo único que encuentra que constate la existencia de
pueblos – tal y como los entendemos en el sur de Europa – son los carteles que
informan de su comienzo. Lo normal es que las casas estén separadas una de otra
por varios centenares de metros. En ocasiones hay pequeños núcleos
residenciales formados por una decena de casas adosadas y, en muchas menos
ocasiones, un pequeño grupo de casas forma una calle o dos. Pero, frente a
nuestro concepto de concentración, la dispersión es allí la norma general.
A ojos del visitante, los
únicos lugares de encuentro de los vecinos son la iglesia y el supermercado. Es
realmente difícil encontrar bares o cafeterías y, de haberlos, están claramente
destinados a dar servicio a los turistas. Nada de viejecitos tomándose un
chatito de vino o jugando al dominó.
Yo he visitado la zona en
verano y, además, he tenido la suerte de disfrutar de un tiempo envidiable:
temperaturas agradables, bastante sol y poca lluvia. Esto ha hecho que los
paisajes, de verdes y extensos valles entre escarpadas montañas, fueran aún más
atractivos. Sin embargo, no podía dejar de imaginar la experiencia de vivir
allí en pleno invierno: con temperaturas bajo cero, nieve cubriéndolo todo y la
forma de vida humana más próxima a una distancia que, en esas condiciones, es
imposible recorrer sin un vehículo a motor.
Solo así es fácil comprender
la contradicción entre las excelentes políticas sociales que dan fama a los
países nórdicos y los también afamados problemas psicológicos – y sus fatales
consecuencias – que afectan a una parte de su población.