Hace frío, las hojas
amarillentas inundan los suelos de calles y jardines, las horas de luz son más
escasas que de costumbre y el sol y la lluvia alternan protagonismo durante la
semana. Son las cosas de viajar en noviembre. Y no son ni buenas ni malas, solo
hacen de la experiencia algo diferente.
Cuando cualquiera piensa en
Roma le viene a la cabeza una ciudad llena de luz y de color, rebosante de
vida. Lo último no deja de ser verdad. Lo primero cambia, pero a veces la
belleza no entiende de colores. El Tíber baja entre verdoso y marrón, los muros
de piedra que flanquean el cauce encajan con el frío y el cielo gris que cubre
el paisaje y solo las hojas de los árboles a ambas orillas ponen un poco de
color a la escena.
Por otro lado, la ciudad está
más tranquila. Se puede pasear tranquilamente sin tener que esquivar a los
cientos de manadas que en otra temporada recorren la ciudad siguiendo la
banderita o el paraguas de un guía. Encuentras mesa sin problema en cualquier
restaurante. No es difícil llegar al borde de la Fontana di Trevi para sentarse
o tirar una moneda que garantice el volver a la ciudad. Incluso la cafetería de
San Eustaquio, cuya fama hace que habitualmente cientos de personas hagan cola
en la puerta, apenas tiene una decena de clientes esperando para entrar. El
único lugar donde nada parece cambiar es en la Basílica de San Pedro, donde a
juzgar por la longitud de la fila de turistas y fieles calculo que se tardaría
alrededor de hora y media en entrar.
Y lo mismo sucede en mi breve recorrido
por la Toscana. Los pueblecitos están prácticamente desiertos. Lo lugareños se
refugian en sus casas o, en todo caso, en los bares y cafeterías. La mañana se
levanta nublada y la niebla se queda encajonada en los valles, lo cual tiene su
encanto, a pesar de que apaga los colores. Pero el día cambia de rumbo y acaba
regalándome una cálida tarde otoñal que culmina con un atardecer luminoso desde
lo alto de un pueblo solitario pero con las mejores vistas al valle de Nevole.