Mientras espero sentado en un
sofá de piel, que a pesar de estar bien cuidado no puede ocultar sus años,
pienso en la solemnidad que me rodea y en lo inútil que esa apariencia resulta
en la vida cotidiana del lugar en cuestión. Es una galería tan amplia como
solitaria. En una esquina, aparcado, desperdiciado, un piano que, si me
cupiera, sería más útil en mi casa. Las paredes están decoradas con retratos de
varias decenas de mandatarios de la institución. Otra tradición bastante
ridícula: hace ya tiempo que se inventó la fotografía y dudo que esas pinturas
tengan mucho valor artístico. Sobre un suelo brillante, varios grupos de sofás
como el que yo ocupo ahora y antiguas sillas de maderas nobles –supongo–
ofrecen a los visitantes un lugar donde esperar cómodamente. Todo inútil. Pocas
veces he visto allí tanta gente para ocupar todos esos asientos. En las escasas
ocasiones en que la afluencia es mayor, estos muebles se arrinconan y hay que
quedarse de pie.
Incluso las personas que transitan a diario por allí parecen contagiarse temporalmente de tal solemnidad. Pero solo lo parecen. En el silencio del lugar, escucho unos tacones acercarse. Levanto la vista y observo a una empleada que atraviesa de lado a lado la estancia. Debe rondar la cincuentena y viste de colores grises y oscuros. Camina erguida, con paso firme. Entre sus manos, una carpeta y varios folios que, pese al movimiento de su portadora, van tan erguidos como ella. Todo muy en consonancia con el escenario de la acción. Hasta que la mujer llega al otro extremo de la estancia, a la altura de la bedela que vigila todo desde una esquina, y un simple saludo rompe toda la armonía que reinaba en aquel ambiente de rectitud: “¡qué pasa, mi alma!”
Incluso las personas que transitan a diario por allí parecen contagiarse temporalmente de tal solemnidad. Pero solo lo parecen. En el silencio del lugar, escucho unos tacones acercarse. Levanto la vista y observo a una empleada que atraviesa de lado a lado la estancia. Debe rondar la cincuentena y viste de colores grises y oscuros. Camina erguida, con paso firme. Entre sus manos, una carpeta y varios folios que, pese al movimiento de su portadora, van tan erguidos como ella. Todo muy en consonancia con el escenario de la acción. Hasta que la mujer llega al otro extremo de la estancia, a la altura de la bedela que vigila todo desde una esquina, y un simple saludo rompe toda la armonía que reinaba en aquel ambiente de rectitud: “¡qué pasa, mi alma!”
Aquí es donde la burbuja
explota y uno recuerda que está en Sevilla. Y, sin querer caer en estereotipos,
se me ocurre que Sevilla es más la cercanía del “mi alma” que la frialdad de
aquella habitación. Una frialdad estudiada, pretendida, que nunca he entendido
muy bien. La grandeza del espacio, las miradas de todos aquellos personajes
entogados parecen querer empequeñecer al que pasa por allí, que como única
defensa sólo puede optar por permanecer tan recto y distante como todo lo que
lo rodea.
De vuelta a la calle, el
ambiente también es frío. Pero un frío mucho más agradable. Es uno de esos días
de final de noviembre en que es imposible renunciar al abrigo, pero el sol que
reina en un cielo azul intenso, sin una sola nube, invita a pasear. Ya se ven
los primeros adornos navideños. La gente disfruta de la mañana al aire libre
mientras busca sus primeros regalos, se dirige a hacer alguna gestión o,
simplemente, se ha escaqueado un rato de la oficina. Aquí resulta más fácil
reconocer la ciudad. Dos perros se cruzan y comienzan a ladrarse con agresividad,
formando un alboroto que atrae la atención de parte de los viandantes. Sus
dueños tiran de ellos y cada uno continúa su camino. Yo también sigo el mío y,
unos metros más allá, escucho el comentario de dos jubilados que han
presenciado la escena: “eso es como los humanos: unas veces nos damos los
buenos días y otras nos cagamos en los muertos”. Como la vida misma.