jueves, 29 de noviembre de 2012

Ambientes

Mientras espero sentado en un sofá de piel, que a pesar de estar bien cuidado no puede ocultar sus años, pienso en la solemnidad que me rodea y en lo inútil que esa apariencia resulta en la vida cotidiana del lugar en cuestión. Es una galería tan amplia como solitaria. En una esquina, aparcado, desperdiciado, un piano que, si me cupiera, sería más útil en mi casa. Las paredes están decoradas con retratos de varias decenas de mandatarios de la institución. Otra tradición bastante ridícula: hace ya tiempo que se inventó la fotografía y dudo que esas pinturas tengan mucho valor artístico. Sobre un suelo brillante, varios grupos de sofás como el que yo ocupo ahora y antiguas sillas de maderas nobles –supongo– ofrecen a los visitantes un lugar donde esperar cómodamente. Todo inútil. Pocas veces he visto allí tanta gente para ocupar todos esos asientos. En las escasas ocasiones en que la afluencia es mayor, estos muebles se arrinconan y hay que quedarse de pie.

Incluso las personas que transitan a diario por allí parecen contagiarse temporalmente de tal solemnidad.  Pero solo lo parecen. En el silencio del lugar, escucho unos tacones acercarse. Levanto la vista y observo a una empleada que atraviesa de lado a lado la estancia.  Debe rondar la cincuentena y viste de colores grises y oscuros. Camina erguida, con paso firme. Entre sus manos, una carpeta y varios folios que, pese al movimiento de su portadora, van tan erguidos como ella. Todo muy en consonancia con el escenario de la acción. Hasta que la mujer llega al otro extremo de la estancia, a la altura de la bedela que vigila todo desde una esquina, y un simple saludo rompe toda la armonía que reinaba en aquel ambiente de rectitud: “¡qué pasa, mi alma!”  

Aquí es donde la burbuja explota y uno recuerda que está en Sevilla. Y, sin querer caer en estereotipos, se me ocurre que Sevilla es más la cercanía del “mi alma” que la frialdad de aquella habitación. Una frialdad estudiada, pretendida, que nunca he entendido muy bien. La grandeza del espacio, las miradas de todos aquellos personajes entogados parecen querer empequeñecer al que pasa por allí, que como única defensa sólo puede optar por permanecer tan recto y distante como todo lo que lo rodea.

De vuelta a la calle, el ambiente también es frío. Pero un frío mucho más agradable. Es uno de esos días de final de noviembre en que es imposible renunciar al abrigo, pero el sol que reina en un cielo azul intenso, sin una sola nube, invita a pasear. Ya se ven los primeros adornos navideños. La gente disfruta de la mañana al aire libre mientras busca sus primeros regalos, se dirige a hacer alguna gestión o, simplemente, se ha escaqueado un rato de la oficina. Aquí resulta más fácil reconocer la ciudad. Dos perros se cruzan y comienzan a ladrarse con agresividad, formando un alboroto que atrae la atención de parte de los viandantes. Sus dueños tiran de ellos y cada uno continúa su camino. Yo también sigo el mío y, unos metros más allá, escucho el comentario de dos jubilados que han presenciado la escena: “eso es como los humanos: unas veces nos damos los buenos días y otras nos cagamos en los muertos”. Como la vida misma.

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