Callarte o reaccionar ante lo
que no te gusta. Pasar desapercibido o exponerte a las iras de la mayoría. No
sólo es un dilema, sino que tengo la sensación de que nunca he elegido la
posición correcta. A lo mejor no la hay.
Los que me conocen desde hace
más tiempo saben que nunca fui el que iniciaba las discusiones. Dentro de los
límites de la lógica y el sentido común, hubo un tiempo en que dejé que cada
uno dijese lo que le viniera en gana. Si no compartía algunas posiciones,
bastaba con apartarme. Hasta que llegué a un punto en que decidí plantarme.
Quizá porque, si sigo apartándome de uno y de otro, no me va a quedar un sitio
donde estar.
Cada vez soporto menos que el
rodillo de la mayoría quiera llevarse todo por delante. Hasta tal punto que, a
veces, me alineo con la minoría simplemente porque creo que ha de haber, al
menos, dos posturas en todo. Así, la dominante tiene la oportunidad de
demostrar que es la mejor, no se impone por ser la única. Además, es un buen
deporte para la mente.
Eso me ha costado que me llamen
chulo, bipolar y seguro que algo más cuando ya no estaba. De vez en cuando me
pitan los oídos. Como lo hago convencido, con espíritu constructivo y sin ganas
de bronca, no les presto mucha atención. Pero la verdad es que me desconcierta,
porque estoy acostumbrado a llevarme bien con todo el mundo. Y me cuesta
trabajo creer que defender una opción, por más que implique llevar la contraria
a mucha gente, tenga esas consecuencias.
Estar callado es más comodo, pero defender tu postura produce más satisfacción. Así que tengo clara mi elección. No busco a gente que comparta mis ideas, pero sí estoy seguro de que no quiero a mi alrededor a nadie que no las respete.