Castizo es un adjetivo
típicamente madrileño. No recuerdo haberlo oído usar con tal profusión en
ningún otro lugar de España. Para los madrileños parece ser algo de qué
presumir, pero nunca he entendido qué implica exactamente ser castizo. Es algo
típico, auténtico, puro… Pero, ¿dónde está el límite entre el bien y el mal?
Entramos en un bar cualquiera
a poco más de cincuenta metros de la Plaza Mayor. Un local estrecho, con las
paredes de un sospechoso color amarillento, un peculiar olor que no recuerda
precisamente a comida y una decena de detalles que centran nuestra conversación
en el rato que pasamos allí. Ni siquiera recuerdo cómo se llama. Pero podría
ser un buen ejemplo de bar castizo.
Castizo por la zona, en uno de
los barrios más típicos de la ciudad; castizo por la variedad gastronómica, con
tortilla, huevos rellenos o albóndigas en salsa; pero castizo también por el
ambiente en general que allí se respira. El puente ha llenado todo de turistas,
pero el local se mantiene como una pequeña isla que conserva sus esencias a
pesar de todo. No se han molestado lo más mínimo en arreglarlo o, al menos,
maquillarlo para atraer a más visitantes.
Algunos elementos del local
son curiosos, como la ya antigua caja registradora –ahora es más habitual ver
los ordenadores con pantalla táctil para cobrar– forrada con cromos de
futbolistas de hace varias décadas. Pero la higiene también es castiza: no
tranquiliza mucho ver a los camareros, camisa blanca y pantalón negro, que usan
el mismo trapo para limpiar la barra o la tabla donde cortan las raciones de
embutidos. Pero debe ser algo típico, porque lo hacen sin ningún reparo, sin
esconderse lo más mínimo.
Menos mal que el alcohol lo
desinfecta todo. Unas castizas cervezas Mahou y unos vermuts servidos de una
botella de cristal cuadrada sin etiqueta se encargan de desinfectar nuestros
vasos. En cuanto a la comida, mejor la dejamos para la siguiente parada en el
camino.