Los Balcanes no se caracterizan especialmente por
la calidad de sus carreteras. Sin embargo, la accidentada orografía de la zona
hace que los propios trayectos sean una oportunidad para encontrar paisajes
interesantes. Desde pequeño me ha encantado un buen viaje en coche y, como hace
años que no lo practico muy a menudo, cada vez los aprecio más. Pero quizá los
conductores, después de curvas, cuestas y baches, no sean de la misma opinión.
La primera experiencia curiosa son las fronteras.
Acostumbrado, últimamente, a entrar en cualquier país a través del control de
pasaportes de cualquier aeropuerto –o, si hago un poco más de memoria, por
grandes pasos como La Junquera o Ventimiglia- mostrar tu pasaporte a un hombre
que espera sentado tranquilamente en una casetilla en medio de una enorme
pradera se hace extraño. No sé si es casualidad, pero son especialmente las dos
fronteras de Bosnia que he atravesado. El paso fronterizo de Herzeg Novi entre
Montenegro y Croacia, que he pasado ya unas cuantas veces, es bastante más
decente.
Otra gran sorpresa ha sido el trayecto entre
Mostar y Sarajevo. La carretera transcurre entre dos montañas que forman un estrecho
valle en el que apenas hay sitio para la carretera y un río. De repente, el
paisaje se abre y da paso a un gran lago, a cuyo alrededor se asientan,
dispersas, algunas casas. El atardecer, que nos sorprende en el camino, aporta
una luz rosada que pone la guinda a la postal.
Pero no todo es tan bucólico. En un punto del
camino de Sarajevo a Dubrovnik empezamos a ver a un lado de la carretera una valla
que impide ir más allá de la cuneta y una serie de carteles rojos. Son
advertencias de que esa zona está plagada de minas. Veinte años después del
final de la guerra de los Balcanes, aún quedan en la zona no sé cuántas minas
sin explotar, por lo que se recomienda a los visitantes que no se salgan de los
caminos asfaltados –que ya sí están limpios– a no ser que vayan con un guía de
la zona. Lo había leído muchas veces y siempre pensé que eran las típicas
historias de miedo para los turistas. Pero aquellos letreros me parecieron
bastante creíbles.
Aun así, el camino sigue reservando sorpresas positivas.
La primavera, que ha pintado toda la zona de verde después de un invierno que
se me ha hecho más largo que nunca, y la luz del sol en un cielo azul son los
complementos perfectos para pequeños pueblos –grupos de entre tres y diez casas–
cuyo nombre es imposible de recordar y que se asientan en cualquier zona llana
entre las incontables montañas de la península balcánica. No creo que sean un
destino como para alquilar una casa rural toda una semana, pero sí que
merecerían una parada y algo más de tiempo del que les pudimos dedicar.
Y, aunque la primavera ha llegado, aún quedan
rastros del invierno. Atravesando las pocas llanuras que encontramos en el
camino, se ven a lo lejos las cumbres nevadas de los Alpes Dináricos, que nos
recuerdan que hace apenas dos semanas el tiempo no era tan bueno como el que
estamos teniendo nosotros.