Hace unos meses escribí sobre
el cumpleaños de Bob, fiesta antológica en el mítico Cavern Club que sirvió de
despedida a mi visita a Liverpool. Pero lo de anoche no tuvo nada que
envidiarle. Una vez más, uno de esos planes improvisados, casi celebración de
emergencia, que acaban de la forma más imprevisible. Y sólo podía suceder en mi
barrio, mi pueblo, mi casa: Triana.
Después de una cerveza rápida,
por fin llegan los vasos con hielo, limón y lo que quiera cada uno. El
escenario, un pequeño antro trianero en el que hace dos semanas habíamos
disfrutado, completamente solos, de un excelente repertorio rockero. Esta vez,
al entrar encontramos una pareja en la esquina de la barra. A primera vista, un
simple par de cincuentones. Pero no han pasado ni dos segundos desde que nos
colocamos ante la barra cuando ella comienza a hablar. Y no paró hasta que nos
fuimos cuatro horas después. ¡Empieza la fiesta!
Madrileña de voz ronca, charla
por los codos pero no consigue hilar dos frases coherentes seguidas. Su primer
empeño, vete a saber por qué, es conseguir adivinar nuestras profesiones. Un
fracaso. Y yo, que no soy médico pero si muy observador, comparto con mis
acompañantes mi primer diagnóstico de la noche: está encocada. Además de los
síntomas mencionados anteriormente, me baso en que no paramos de reirnos en su
cara y la tipa ni se inmutó. Su amigo, gitano de las Tres Mil que apenas abre
la boca, resulta ser un fantástico guitarrista que ha acompañado a gente tan
variopinta como Pata Negra, la Pastori o Alba Molina, entre otros. De hecho, al
poco rato desaparece y vuelve con una guitarra, con la que nos embelesa durante
un rato. “Qué bueno eres, Emilio”, le dice otro parroquiano que acaba de
entrar. “Si te escuchara Paco, el maestro, te diría lo mismo”. Todo genial
hasta que su acompañante, que también es su amante, le una su voz, que al cantar
se hace aún más tosca.
A la siguiente pareja que
entra, la estrella del cante, autoerigida en alma de la fiesta, les propone
otro juego: adivinar de quién es el cumpleaños. Y el caso es que entran al
trapo, sobre todo él, y le siguen el juego. Dos horas y varias rondas después,
el tipo lo adivinó. De ahí en adelante, calculo que me felicito no menos de
cinco veces. Mientras tanto, sigue llegando gente, a cual más peculiar, y se van
uniendo al grupo. La última pieza del cuadro, imprescindible, es el camarero:
un flaco argentino de pelo cano que charla y bebe como uno más. Este viernes
traspasa el negocio. Una pena.
Como en la canción, nos dieron
las diez y las once, las doce, la una y las dos y las tres. Sin tarta, pero con
canción de cumpleaños, apagado de vela, deseo… Creo que, en un momento dado,
empecé a hablarle al pibe de la barra con acento argentino y a jalear con oles
y arsas al son de la música. De eso último sí estoy más seguro. Las mentes
sucias pensarán que son los efectos del alcohol, pero no. El ambiente era de
por si lo bastante embriagador. De pronto, nos trasladamos a una especie de
reservado al fondo del local y la cosa se pone más seria. Un repertorio de
rancheras, flamenco, blues y un poco de rock sirve de fin de fiesta mientras
apuramos la última copa. Se unen al conjunto un viejo rockero con aires flamencos
y, al final, el último gran personaje de la noche: un chico, algo más joven que
los demás, con una harmónica al que no se le entiende una palabra. Y me refiero
a que somos incapaces de identificar si está hablando en otro idioma o
simplemente pronuncia sonidos sin sentido. Hasta tal punto que se merece mi
segundo diagnóstico de la noche: algún tipo de daño cerebral que le afecta la
zona que controla el uso del lenguaje. No le encuentro otra explicación.
Es hora de retirarse. Detrás
de la persiana metálica de la puerta, ya a media altura, espera el mundo real. Y
en prueba de que fue una noche de lo más sana, después de acostarme a las tres
y pico, esta mañana me he levantado a las ocho y media. Y como una rosa. Espero
que sea el preludio de un buen año.