Todavía no son las siete de la
mañana y por la ventana del apartamento ya entra con intensidad la luz del sol.
Y me desvelo. Creo que amanece sobre las seis. Aún no me he despertado a esa
hora para comprobarlo, pero eso he leído al buscar en internet el pronóstico
del tiempo para estos días.
Con una superficie de menos de
un kilómetro cuadrado, decir que es una ciudad manejable se queda corto. Vista
sobre un mapa, es una cuadrícula de calles en la que las únicas vías con curvas
son las que van bordeando la costa. Sin embargo, lo que no se aprecia en ningún
mapa son las empinadas cuestas que la recorren. Desde abajo asustan. Desde
arriba ofrecen una panorámica original, gracias a sus bajadas y repechos en
pocos metros.
Durante la mañana, las vías
principales –no hablaré del centro urbano, porque es no creo que ninguna parte
de la ciudad pueda considerarse las afueras– son un continuo ir y venir de
gente bajo a un sol que deslumbra y, ya a finales de marzo, comienza a quemar
cuando se soporta durante unos minutos. La elegancia de estas calles
bulliciosas contrasta con el aspecto más descuidado de las que las rodean, más
vacías, con fachadas desgarbadas, cierros de madera desgastados y cables
colgando de un lado a otro de la calle.
Pero igual que el sol da vida
a esta ciudad, se la lleva con él cuando se pone al otro lado de la isla. A eso
de las siete de la tarde cierran los comercios y todo se queda desierto. A
partir de esa hora, buscar un sitio para cenar se convierte en un deambular por
calles solitarias, silenciosas y poco iluminadas. El paseo termina en algún
lugar tranquilo, con no más de tres o cuatro mesas ocupadas.
Si la idea es buscar un lugar
para beber algo, el mismo paseo por las calles apagadas probablemente terminará
sin éxito. Sólo recuerdo haber visto un pub, pero su horario de apertura es de
once de la mañana a seis de la tarde. Definitivamente, esta gente se ha
empeñado en demostrar que el whisky de malta no tiene nada que ver con ellos.
Parece que son poco de empinar el codo. Hasta la cerveza nacional –la Cisk– me
sabe más floja de la cuenta.
Después de años de viajes, no
recuerdo una capital tan aburrida. Quizá el distrito gubernamental de
Washington, pero allí el ambiente se muda a las afueras de la ciudad después
del horario laboral. Aquí, la animación más cercana es el Valletta Waterfront
que, a pesar de su nombre, está en otro pueblo, Floriana. Es un moderno paseo
marítimo, preparado para recibir al turista de crucero, donde el alto volumen
de la música que sale de algunos locales trata de camuflar la escasez de
público. Pero, al menos, hay bares abiertos.
Así que, a falta de otro plan
mejor, a dormir, que a las siete ya está el sol colándose por la ventana otra
vez. La Valeta no es ciudad para crápulas ni noctámbulos.
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