Si no me falla la memoria,
este ha sido mi tercer intento de ir a Malta. Por fin ha cuajado. Sin embargo,
debo confesar que llego sin saber muy bien qué voy a encontrar. No me refiero a
monumentos o lugares de interés –algo he leído sobre eso– sino a algo más
profundo, a la cultura, a la gente, a las costumbres… Quizá ha sido un error
por mi parte, pero la sensación no ha podido ser más interesante.
Me bajo del autobús del
aeropuerto a las puertas de La Valeta. Mi primera sensación es de encontrarme
en un país árabe, aunque no sabría decir muy bien por qué. Supongo que influyen
el sol que ilumina el lugar y calienta mi espalda mientras camino hacia la
ciudad, el azul intenso que pinta todo el cielo o los colores terrosos de los
muros y edificios que veo a mi alrededor. Al mismo tiempo, observo los rasgos
corporales de los nativos, de piel tostada y pelo oscuro, y oyendo el soniquete
del idioma local, con bruscos matices, y pienso que podría confundirlos
fácilmente con un turco o un tunecino.
Mis primeros paseos por la
capital y los pueblos de alrededor también me evocan a algún lugar de la mitad
sur de Italia. El Mediterráneo se ve al final de cada calle. Incluso las cartas
de los restaurantes se componen en gran parte de pasta y ftiras, una masa
condimentada con todo tipo de ingredientes que, si fuera redonda en vez de
rectangular, se llamaría pizza.
Lo que más echo en falta,
porque a priori era lo que más esperaba, es la huella británica. Después de más
de siglo y medio de colonización, apenas quedan las cabinas de teléfono rojas,
los coches circulando por la izquierda, alguna iglesia anglicana y las fachadas
de maderas de colores y letras doradas de varios comercios locales. A simple
vista, se diría que es una más de tantas influencias que recibe el pequeño
archipiélago. Pero basta recorrerlo un poco para intuir que es la pieza con
menos peso en este curioso puzle. Basta con escuchar el peculiar acento con el
que los malteses hablan inglés. A pesar de ser la segunda lengua oficial del
país, es bastante peculiar: a veces llamativo y otras veces simplemente
incomprensible.
Esta es, a grandes rasgos, la
mezcla que hace de este puñado de islas un lugar peculiar y, para bien o para
mal, único. La primera impresión es la de un rincón perdido en medio del mar
donde todo pasa muy despacio. No parece que las prisas, los atascos y el estrés
formen parte de la cultura nacional. Tengo unos días para comprobar mi
hipótesis.
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