El sol se pone y una luz
rojiza ilumina la playa. El mar está en calma. Una chica –veintitantos, pelo recogido,
ropa oscura y chaqueta clara a medio poner– corre junto a la orilla con su
perro. Se aleja. Aunque me está dando la espalda, intuyo
que tiene mucho que contar. No sé si más de lo que pretende, si lo tiene todo fríamente
calculado o si es tan solo mi imaginación.
Sea como sea, me encanta
sentarme en esa playa a verla pasar y, desde la distancia, leo entre las líneas
de la historia que le ronda por la cabeza ese día. Apenas le veo la cara, pero
entre renglón y renglón se cuelan sonrisas, gestos, conversaciones y tantos
otros datos que en algún momento se ganaron un rincón en mi memoria y que, de
repente, vuelven a encajar cual piezas de puzle. Y cada palabra de ese cuento significa mucho más de lo que la Academia sería capaz de reflejar en su diccionario.
Algunas frases me descubren
cosas nuevas. Otras, simplemente, evocan detalles que ya conocía. De vez en
cuando, alguna parece confirmar una sospecha. Y todo va a complementar ese
fichero mental que guardo de la gente que de verdad me importa. Un lujo que,
supongo, me puedo permitir por mi buena memoria pero, sobre todo, porque son
pocas las personas que pertenecen a ese grupo.
Una canción resuena en mi cabeza: “If you could
read my mind, love, what a tale my thoughts could tell”. Leer la mente:
vaya sueño. Una quimera a la que la ciencia, que sepamos, no ha podido dar
respuesta todavía. Será por eso que las mentes más despiertas van dejando
pistas por ahí para que, quien quiera, las lea.
GRACIAS
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