martes, 10 de junio de 2014

Sapos de playa

El sol se pone y una luz rojiza ilumina la playa. El mar está en calma. Una chica –veintitantos, pelo recogido, ropa oscura y chaqueta clara a medio poner– corre junto a la orilla con su perro. Se aleja. Aunque me está dando la espalda, intuyo que tiene mucho que contar. No sé si más de lo que pretende, si lo tiene todo fríamente calculado o si es tan solo mi imaginación.

Sea como sea, me encanta sentarme en esa playa a verla pasar y, desde la distancia, leo entre las líneas de la historia que le ronda por la cabeza ese día. Apenas le veo la cara, pero entre renglón y renglón se cuelan sonrisas, gestos, conversaciones y tantos otros datos que en algún momento se ganaron un rincón en mi memoria y que, de repente, vuelven a encajar cual piezas de puzle. Y cada palabra de ese cuento significa mucho más de lo que la Academia sería capaz de reflejar en su diccionario.

Algunas frases me descubren cosas nuevas. Otras, simplemente, evocan detalles que ya conocía. De vez en cuando, alguna parece confirmar una sospecha. Y todo va a complementar ese fichero mental que guardo de la gente que de verdad me importa. Un lujo que, supongo, me puedo permitir por mi buena memoria pero, sobre todo, porque son pocas las personas que pertenecen a ese grupo.

Una canción resuena en mi cabeza: “If you could read my mind, love, what a tale my thoughts could tell”. Leer la mente: vaya sueño. Una quimera a la que la ciencia, que sepamos, no ha podido dar respuesta todavía. Será por eso que las mentes más despiertas van dejando pistas por ahí para que, quien quiera, las lea.


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